Desayuna conmigo (domingo, 20.12.20) La casa del Señor

El escepticismo como revulsivo

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Dónde está Dios es la pregunta que muchos se hacen cada dos por tres, desconcertados por sangrantes acontecimientos catastróficos y conductas que parecen desbordar los cauces de la maldad. Con su pregunta delatan una desesperación que los lleva a pensar que Dios calla contrariado, o que, herido por nuestra locura, se ha suicidado para librarse del desatino humano. Pero, aunque muchos no lo vean ni lo perciban y por mucho que griten su dolor, su ojo avizor y su corazón desbordado despejan de nubarrones los cielos e inyectan fuerza en nuestros músculos doblegados. Más aún, pues, según cuenta Samuel en la primera lectura de este domingo, David dijo al profeta Natán que no podía ser que él viviera en un palacio mientras que el Arca del Señor, símbolo de su presencia, permanecía en una tienda, manifestando con ello su propósito de construirle un templo para que Dios pudiera morar dignamente entre su pueblo. Pero David flaquea en el cumplimiento de su promesa hasta el punto de que es Dios mismo, ansioso de esa morada, quien le recuerda, a través del mismo profeta, lo mucho que ya ha hecho y más todavía lo que hará por su linaje, emplazándolo para que no se duerma en sus laureles y cumpla lo prometido. Arca de la Alianza y templo, presencia incuestionable de Dios en Israel.

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Pablo, por su parte, asegura a los romanos que el Evangelio que él predica manifiesta el secreto eterno de un Dios que se hace presente entre nosotros en Cristo Jesús, y Lucas, en el inicio mismo de su Evangelio, relata cómo María, requerida para ello, acepta voluntaria y gozosamente que su seno sea la primera morada de esa presencia. La vieja Arca de la Alianza, venerada en el templo davídico, cual grano de trigo caído en tierra para fructificar, se convierte ahora en carne habitada por la divinidad, en presencia mortal de un Dios entronizado en el universo. Definitivamente, el lejano Dios de los cielos, unas veces imbatible guerrero para sacar a flote a su pueblo y otras, celoso patológico por los desvaríos amatorios de su pueblo, se aviene a la condición de un niño que se verá sometido a todos los vaivenes de una vida humana. Confesando que Jesús es Dios, ningún cristiano tendrá ya nunca razón justificada para quejarse de que a veces le pese su propia cruz.

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Y en estas estamos hoy, en que, según la fe que decimos profesar, Dios habita entre nosotros y en que está presente en todo el acontecer humano, por duro y dramático que sea, pero sin que tan espléndida verdad signifique gran cosa para ennoblecer nuestra conducta. En vez de percibir en la fe un cambio radical de perspectiva que redimensiona nuestra forma de vida y que ilumina con gran claridad nuestras opacidades, la vemos como un fantástico relato literario que apenas tiene más conexión con el acontecer de cada uno de nuestros días que la ambigua perspectiva de una etérea salvación lejana, salvación que, además, ¡vaya uno a saber! A pesar de que el tiempo lo allana todo rápidamente demostrando la futilidad de cuanto somos y hacemos, tras dos mil años de cristianismo (de confesar que Dios se ha encarnado en nuestra vida) y del esfuerzo de tantas otras religiones para que sus fieles miren al cielo, en la humanidad sigue primando lo inmediato, es decir, el poder y el placer que proporciona el dios dinero. Y así, en nuestro quehacer diario se imponen, en vez del perdón y el amor, que tienen hechura de complacencia eterna, el odio, el expolio, la guerra, la esclavitud, las armas, la droga y el sexo descontrolado, que tienen hechura de rápido desengaño y de pegajoso asco.

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Por otro lado, la mañana transforma en delicioso manjar la presencia de Dios, tema de la liturgia de este domingo, al recordarnos que hoy se celebra el “día internacional de la solidaridad humana”. Como animales, somos depredadores insaciables, pero, como humanos, somos carne de encarnación solidaria, es decir, pobreza enriquecida, comunidad efectiva. La solidaridad propugna que los desfavorecidos reciban ayuda de los acomodados, que las desigualdades entre los seres humanos no sean ni abisales ni mortales. Apoyar una causa ajena o atender a un necesitado son quehaceres que cubren todo el acontecer humano, pues, para llevar una vida digna, todos necesitamos de todos. Huelga que nos detengamos ahora en describir la infinidad de cosas que unos podemos hacer en favor de otros, pero dejemos constancia de que el ejemplo de solidaridad que Dios nos pone es la donación de su divinidad a los hombres.

Sangría

Con carácter anecdótico y cual metáfora refrescante de cuanto venimos diciendo sobre la presencia de Dios y la solidaridad humana, hoy nos encontramos con que se celebra, además, el “día mundial de la sangría”, esa bebida de agradable sabor y exquisito aroma, que tonifica al tiempo que nos alivia de los calores estivales y desata nuestras cuerdas bucales. La riqueza de componentes que la sangría admite en su elaboración nos da idea de lo afortunada que sería una colaboración internacional que fuera mucho más allá de los intereses inmediatos de cada colaborador. Estoy seguro de que, si quienes planean una guerra o tratan de abrir cauces al narcotráfico se sentaran primero a compartir una buena jarra de sangría, verían claro su despropósito y emplearían sus energías en producir los ingredientes que tan deliciosa bebida requiere, para beneficio de toda la humanidad. Mírese como se mire, siempre será más productivo hacer algo en favor de un pobre que robarle su miseria.

Excepticismo

Como contrapunto y para que no podamos tomarnos ni siquiera un respiro, hoy nos sale al paso la celebración también del “día mundial del escepticismo”. Puestos a ello, como el infatigable niño preguntón de los porqués encadenados, el cúmulo de nuestras ignorancias puede servirnos de catapulta para hacer saltar por los aires nuestras pocas y endebles certezas. Es una celebración que homenajea al astrónomo americano, famoso divulgador del “escepticismo filosófico”, Carl Sagan, cuya obra es conocida en todo el mundo. El escepticismo, como escuela doctrinal y forma de vida, se planteó en la vieja Grecia con toda su crudeza al poner en solfa cualquier certeza. El agnosticismo, al que se siguen adscribiendo muchos en nuestro tiempo, y el nihilismo, como pereza neuronal, van parejos en el intento de desbaratar cualquier sistema que se esfuerce por poner orden en el pensamiento y encontrar alguna salida a la vida humana. ¿Son los escépticos, agnósticos y nihilistas los “tibios” del “ni chicha ni limoná”? Nada de eso. El escepticismo, que hace un gran esfuerzo para exponer las razones de por qué no hay ninguna razón, me parece solo un escudo de autodefensa frente al compromiso de responder a las carencias que obviamente tiene toda vida humana. De hecho, la duda escéptica siempre ha sido fuente de investigación.

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Puede que el cristianismo, con su pesado fardo dogmático, sea una novela entre rosa (un dios enamorado de los hombres) y dramática (un Jesús salvador que muere en una cruz por amor), pero ello no contradice en absoluto que lleve al hombre a vivir con gran intensidad una hermosa vida, construida sobre el perdón y el amor, y que, además, abra al ser opaco que somos una perspectiva de luminosidad eterna por la suprema razón de que ”existe” y de que, “existiendo”, hasta pueda dudar de las razones de su misma existencia. Desde luego, no fueron escépticos ni tibios los médicos franceses que, un día como hoy de 1971, crearon la ONG “Médicos sin fronteras” para llevar vida a reinos de muerte.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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