De profundis (3) La clase política

Artículo publicado en "La Voz de Asturias" el 17.12.10

(Ante los tiempos que vivimos y más en los que se nos echan encima, tan sobrecargados de campañas electorales en las que se nos promete el oro y el moro conseguidos como arte de magia, porque no parece que a los políticos, tan enzarzados en peleas dialécticas, les quede siquiera tiempo para pensar en los ciudadanos, me ha parecido oportuno ofrecer a los lectores de este blog el artículo que escribí hace ya casi nueve años. Va tal cual salió publicado en "La Voz de Asturias", periódico hoy desaparecido, el diecisiete de diciembre de dos mil diez, sin añadir ni siquiera una coma y, mucho menos, cambiar una palabra). 

Muchos españoles se cuestionan hoy si se puede creer en los políticos. A pesar de los motivos que los obligan a ello, comparto enteramente la idea general de que la política es, en sí misma, la ocupación más noble que le puede tocar en suerte a un ser humano, pues no cabe nobleza mayor que la encomiable tarea confiada a los políticos, la de dedicarse al servicio de sus semejantes.

Dicho lo anterior sin ambages ni circunloquios, no me queda más remedio que reconocer que, debido a las muchas posibilidades para el medro personal o económico que ofrece a quien se entrega a ella, la política se convierte en un imán para oportunistas y arribistas con las miras puestas exclusivamente en sí mismos. Su objetivo no es la nobleza de servir eficazmente al ciudadano sino la ruindad de explotarlo sirviéndose de él.  Bajo esta perspectiva, la política se muestra como un lodazal, un albañal atiborrado de suciedad, cuya mierda alimenta una pingüe rentabilidad que se asienta sobre una aguda miseria moral. Se cumple aquí a la perfección lo de “corruptio optimi, pessima”, o sea, que lo  óptimo corrompido degenera en náusea.

¿Por qué tantos españoles con un cierto grado de conciencia crítica recelan de sus políticos? A poco que uno se adentre en el mundo de la política, sea por mera curiosidad o por estar algo informado de lo que ocurre, se topa con que en él anida un buen ramillete de incongruencias. Se vote por unos o por otros, lo cierto es que quien vota no delega en sus representantes el poder que como a ciudadano le corresponde para que ellos se peleen entre sí todo el tiempo, como si estuvieran en una odiosa campaña electoral permanente. El ciudadano no vota a los políticos para que, cultivando su ingenio y afilando su ironía, pronuncien hirientes frases que se claven como dardos en la piel de sus oponentes, sino para que, como gobierno o como oposición, contribuyan, interpretando cada uno su papel, a la mejor y más adecuada gobernación de la nación, de la autonomía o del municipio. No hay por qué esperar de los políticos que sean grandes genios literarios ni brillantes oradores, sino buenos y austeros administradores de la cosa pública. Lamentablemente, es un dolor contemplar la clase política española actual, enzarzada en mil peleas intestinas y emperrada en demostrar que sus oponentes son peores que ellos, mientras se suceden por doquier las corruptelas, los latrocinios y el desvío de fondos públicos.

Habida cuenta de lo que está ocurriendo, no es de extrañar que muchos españoles piensen que los políticos, en vez de ser la solución de los muchos problemas, económicos u otros, que arrostran, son parte de un problema que se agiganta cada día por su indolencia y su desorientación. A tan triste constatación viene a sumarse una escandalosa corrupción generalizada que, además de mermar los fondos públicos, descorazona y hastía a los ciudadanos normales.

Pero, por mucho que nos pese, la solución de la aguda crisis que padecemos ha de venir forzosamente de los políticos que tenemos. Si fuera de otro modo, lo lamentaríamos seriamente porque, en tal supuesto, siempre sería peor el remedio que la enfermedad. A fuerza de mover el voto en las elecciones o de optar por el voto  en blanco o por la abstención, como única forma de  mostrar el desencanto o de manifestar el profundo malestar que la política produce, los ciudadanos no debemos desesperar de ir logrando, aunque sea poco a poco, un cambio radical de la actitud de nuestros políticos a fin de que, dejando de ser parte del problema que padecemos, sean realmente los principales actores, como es su obligación, de la solución que necesitamos. A fin de cuentas, solo para ese cometido les delegamos nuestra representación o los elegimos con nuestros votos. Para lograrlo es de todo punto necesario que los políticos renuncien a la mentalidad de dominio y a la pleitesía  que suelen exigir los poderosos, a fin de centrarse y fajarse en el servicio al pueblo. La conciencia profesional de servidores del pueblo les exige prepararse a fondo para las tareas a que se comprometen y acomodarse ejemplarmente a las situaciones que atraviesen los ciudadanos. Así, si un hombre de conciencia se decanta por la política y llega a ejercer responsabilidades en la marcha general de la nación, seguro que no puede dormir a gusto por las noches y puede que hasta no se atreva a cenar  sabiendo que muchos de los incontables parados que hay en España tampoco podrán hacerlo. En las circunstancias en que vivimos no me cabe en la cabeza que un político de conciencia pueda llevarse a su casa, pongamos por caso, más de diez mil euros cada mes, ocupar las suites más lujosas de los hoteles, atiborrarse de manjares y degustar los mejores vinos en los restaurantes de moda a cuenta de un erario público que, a fuerza de ser sistemáticamente esquilmado, no da ni siquiera para quitarles el hambre a muchos españoles desesperados.

Los políticos españoles tienen, pues, un serio problema de credibilidad. Sus inquietudes y zozobras del momento no les vienen de que les falte dinero para vivir y comportarse como auténticos ricachones, prebendas que parecen ir incluidas en el cargo, sino de que los españoles confían cada vez menos en ellos a causa precisamente de esos mismos comportamientos y de sus trifulcas permanentes. Ahora bien, sabemos que la confianza de los ciudadanos en sus políticos no es ilimitada, sobre todo cuando el estómago les duele de hambre y el horizonte vital se les nubla hasta ennegrecerse.

Es una gran desgracia para los ciudadanos españoles que sus políticos se hayan constituido en casta y se hayan  blindado con privilegios de escándalo, máxime en la situación de necesidad que padecen. Cualquier medida de ahorro que pongan en marcha para recabar el apoyo popular ha de comenzar por una reducción drástica de sus propios emolumentos y un recorte a degüello de sus gastos de representación.

Sería injusto si no dejara aquí constancia de que hay muchos políticos que saben muy bien lo que se traen entre manos, políticos profesionales, trabajadores honestos e incluso austeros. Son ellos, sin duda, los que, con la fuerza de la levadura de la honradez, tienen que ir transformando pacientemente la masa informe de los compañeros que los rodean y llamarlos al orden. Ellos son la esperanza que nos queda a los españoles de a pie para salir de la aguda crisis presente por la única puerta que cabe hacerlo con dignidad y acierto.

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