Desayuna conmigo (miércoles, 02.12.20) ¿Somos los cristianos esclavos de Dios?

“He aquí la esclava del Señor”

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Todavía ayer hablábamos de la oración de “abandono a la voluntad divina”, pero, claro está, se trata de un abandono consciente, buscado, querido y libre, como la mejor forma de encarrilar la propia vida. Lo cierto es que los hombres, desde que somos lo que somos, nos hemos comportado como animales gregarios que necesitan líderes en todos los órdenes de la vida, es decir, hombres que, machete en mano, abran caminos en la enmarañada selva en que vivimos para que los demás podamos echarnos a andar tras ellos. Ocurre claramente en la religión, en la política y en las empresas. ¿Qué sería de nosotros sin pensadores serios que descubran horizontes, sin dirigentes que nos lleven a ellos, sin políticos que organicen la marcha y sin empresarios que se ocupen de la intendencia? Y lo cierto es que, cuando se dan buenos líderes en todos esos órdenes, en la sociedad hay optimismo, esperanza y ganas de trabajar y vivir. Sin ellos, todo se vuelve caos y mierda. Definitivamente, los seres humanos, la inmensa mayoría de nosotros, somos libres y algunos puede incluso que presumamos de que no hay quien nos tosa, pero la verdad, escueta y desnuda, es que nuestra libertad es muy pequeñita, tanto como nuestra propia autonomía y el campo de maniobras en que nos movemos. Ahora bien, en la medida en que nuestra libertad se hace más pequeña, la esclavitud que padecemos se agranda.

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El apunte que precede viene a cuenta de que hoy celebramos el “día internacional de la abolición de la esclavitud”, celebración promovida por la ONU como recordatorio y reconocimiento de la firma del “convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena”. Podría decirse que la lucha contra la esclavitud es tan vieja como la misma raza humana, por más que en unas épocas se haya dado con mayor acritud y fuerza que en otras. Y ciertamente no es poco el grado de libertad de acción en todos los órdenes de la vida que la humanidad ha ido adquiriendo a medida que progresaba su propia civilización, si bien hay diferencias muy notables entre unos países y otros, entre unos regímenes y otros, entre unas religiones y otras. Nunca será fácil librarse de las garras del instinto depredador que anida en quienes se complacen sobremanera en la vagancia que permite enseñorearse de los demás.

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A lo largo de la historia ha habido infinidad de esclavitudes, unas bendecidas por la cultura imperante y por la legalidad vigente, y otras, a la chita callando y basadas en el mucho jugo que puede sacársele a un vulgar “plato de lentejas” cuando hay hambre. Contra las primeras se han desencadenado guerras y, mal que bien, se han ido ganando batallas hasta declararlas ilegales y, por tanto, punibles. Pero las segundas, más difíciles de detestar y mucho más de denunciar, seguirán ahí larvadas. La celebración de hoy se refiere expresamente a la trata de personas y a la prostitución ajena como esclavitudes que perviven, promovidas por quienes tratan de “aprovecharse de las necesidades económicas de las personas, para hacerles firmar un contrato del cual nunca podrán liberarse, debido a que todas las condiciones les obligan legalmente a seguir realizando esa actividad sin ganar nunca su libertad”. Aunque se trate claramente de contratos ilegales, la mayoría de las personas afectadas jamás los denunciarán al verse atrapadas, como en una pesadilla sin final, en el temor a ser descubiertos (inmigrantes ilegales), a que se tomen represaliar contra sus parientes (extorsión) o simplemente a que no se les pague lo prometido (hambre).

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A ese orden de cosas pertenecen, entre otros, los “trabajos forzosos”, que van desde los impuestos por los Estados a los ejercidos en algunas profesiones, tales como la prostitución y el servicio doméstico, a la explotación infantil y a los matrimonios a que se ve ven abocadas muchas niñas. En nuestra avanzada sociedad del s. XXI todavía hay muchos millones de seres indefensos y necesitados (niños, mujeres y pobres), que viven una horrorosa esclavitud de explotación descarada, llevada a efecto por quienes se comportan como parásitos y depredadores. Clama al cielo que se les robe la infancia a muchos niños al imponerles duros trabajos de adultos u obligarles a guerrear como mercenarios sin prebendas.

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Pero seríamos ilusos si creyéramos que la esclavitud que hoy padecemos se limita a esos sectores de la sociedad, pues lo cierto es que una inmensa mayoría de la humanidad padece la esclavitud de una forma o de otra, en un grado o en otro. ¿Qué otra cosa, si no esclavos, son los soldados que se ven obligados a soportar en vanguardia todos los horrores de una guerra de la que muchas veces no entienden los motivos ni comparten las estrategias de quienes los mandan? ¿Acaso no somos esclavos los ciudadanos cosidos a impuestos, cuando los gobernantes de turno se constituyen en casta opulenta y utilizan todos los resortes del poder para embobar al pueblo? ¿No es esclavo el obrero que se ve obligado a trabajar hasta la extenuación para ganar un salario que no le permite llegar a fin de mes? ¿Qué otra cosa que no sea convertirnos en esclavos pretenden la propaganda y la demagogia, sean ideológicas, políticas o comerciales? Referente a las esclavitudes reales que padecemos, caben muchos más interrogantes que no es preciso rellenar ahora.

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Frente a este sombrío panorama en que tanto naufraga la humanidad entera a conveniencia de unos pocos, a uno le asusta preguntarse directamente por las esclavitudes que no solo las mujeres, sobre todo las consagradas, sino todos padecemos en el seno de una Iglesia que pregona que “nos libra del pecado” con una geta tan larga que se la pisa. María se declaró “esclava del Señor” al emprender un camino que le permitió desplegar plenamente todo su potencial de mujer y de madre de Dios, esclavitud la suya que, colaborando con la voluntad divina, no coartó, sino que potenció todo su ser. La Iglesia, sin embargo, ha aplastado como una losa muchas culturas y ha ahormado con preceptos de todo tipo, muchos de ellos sin sentido alguno ni razón comprensible, las conciencias de los fieles; ha vaciado los bolsillos de muchos y achicado las haciendas de algunos como pago por el reino de los cielos, y, en función de la cumbre espiritual a que realmente puede llevar un voto de obediencia bien entendido, ha esclavizado, a beneficio de dirigentes y superiores, a muchos sacerdotes y sobre todo a muchas consagradas.

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Por lo demás, el día viene cargado de personajes muy significativos y que pueden dar mucho juego al tema de la esclavitud. El espacio ya ocupado apenas me permite más que nombrarlos. En efecto, un día como hoy de 1547, murió Hernán Cortés, personaje destacado de la obra realizada por España en el Nuevo Mundo, pues conquistó México e inició, por pura estrategia bélica, una cooperación militar con los nativos que dio paso a la encomiable política que allí supo desarrollar España, política de mestizaje y derechos, no de exterminio. También un día como hoy de 1804, el papa coronó como emperador a Napoleón Bonaparte, demostrando con ello el sumo poder político que se ha abrogado la Iglesia, esa que dice de sí misma que fue fundada por Jesús para ocuparse de los pobres y de los desheredados de la tierra, pero que no tiene empacho en aliarse con los más poderosos, los que precisamente sacrifican a los desheredados, y en sentarse a su mesa. Y, finalmente, un día como hoy de 1993, cazado en un tejado como si de una rata asquerosa se tratara, murió Pablo Escobar, uno de los mayores narcotraficantes del mundo, que llegó a reunir una fortuna de unos treinta mil millones de dólares y que se enseñoreó de la política y de la vida de cientos de miles de jóvenes, deplorables hechos que le costaron su propia vida cuando solo tenía 44 años. Su afrentosa muerte vino a demostrar, una vez más, que la vida se revuelve poderosa contra quienes juegan cruelmente con ella.

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Podría resumirse la obra de Jesús diciendo que vino a este mundo, tal como celebramos en Navidad, para comunicarnos que Dios es nuestro padre y que el pesado fardo de leyes y rituales del Antiguo Testamento se reduce a que, como hijos de Dios,  nos amemos unos a otros como Dios nos ama. Un mensaje, por tanto, de absoluta y total liberación. Es más, para acompañarnos en lo sucesivo y preservar nuestras vidas, prometió que nos enviaría su Espíritu, que sopla  libremente donde quiere y nos infunde la libertad de los hijos de Dios. Ojalá que la Iglesia, que dice ser su seguidora y se proclama como su cuerpo místico, sepa reducir tan maravillosamente su pesado fardo de dogmas, leyes y rituales, hasta el punto de que ningún ser humano dude de ella ni presente objeciones a su acción, como, de hecho, nadie, estando en su sano juicio, cuestiona que Dios sea nuestro padre ni objeta que el ordenamiento al que deben atenerse los seguidores de Jesús se reduce a amarse incondicionalmente los unos a los otros sin exclusión posible. Brindaré hoy por la liberación de todas y cada una de las esclavitudes, las habidas y las por haber, las que saltan a la vista y las que permanecen larvadas, es decir, por que la Iglesia cumpla como es debido su misión.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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