Lo que importa - 73 El odio, mi primer jinete apocalíptico

Poner la otra mejilla

1

A pesar de que la reflexión de hoy y las tres siguientes tendrán mucho de personal, no por ello pierden una fecunda dimensión comunitaria. En el altar de la oración de acción de gracias que cada día elevo al cielo, hay un momento en el que me sirven de ofrenda nada menos que cuatro “jinetes del apocalipsis” muy peculiares. Los llamo así porque cada uno de ellos se basta y sobra para prender fuego a la tierra, hacer que arda entera y desaparezca.  Extraña ofrenda sacrificial, pues la víctima inmolada desparece por no tener ninguna virtud propiciatoria, por su condición de contravalor neto. Me referiré hoy al primero de ellos, al odio. En las reflexiones siguientes abordaremos los otros tres.

2

El odio se yergue frente a mí, altivo y desafiante, como el poderoso sentimiento que, cuando prende en la mente y en el corazón humanos, no suelta prenda mientras maquina tremendas venganzas como elixires terapéuticos. Digamos resumidamente que, así como el amor es la clave de toda existencia humana equilibrada y bien lograda, el odio convierte la vida en un asco y conduce irremisiblemente a la muerte. Como contravalor que se alimenta de los despojos y excrecencias del amor, el odio impregna desgraciadamente toda nuestra vida, agazapado en nuestra psique contrariada u ofendida, para saltar a la palestra al menor descuido y hacer de las suyas. Su misión es corromper el amor, el más excelso de los valores de la vida, a cuya sombra crece.  Es sima, en definitiva, que termina engullendo irremisiblemente a su víctima, incapaz de ver que la autopista por la que se desplaza a gran velocidad conduce a los acantilados.

3

Como tal, el odio tiene similar arraigo al del amor, pues, mientras este lo exige todo, aquel se enquista en el alma como sentimiento vengativo que solo parece calmarse con la aniquilación de lo odiado, sea cosa, idea o persona. Si bien el amor es capaz de obsesionar o abducir a algunas personas hasta "darlo todo de sí sin pensar en sí" (conmovedor y encomiable eslogan rotario), el odio fagocita de tal manera la mente de sus presas que resultará harto difícil desasirse de sus aniquiladoras garras. Al igual que amando todo se vuelve bello y nutritivo, odiando la fealdad hace la vida “odiosa” y termina destruyéndola. Obviamente, el amor es alimento, mientras que el odio es veneno; el primero es delicioso  concentrado de valores y el segundo, ponzoñosa bebida ácida, cóctel de corrosivos contravalores. 

4

¿Cuánto odio hay en el mundo? Imposible medirlo, pues brota de muchas fuentes y tiene muchos padres. Odian los blasfemos que ensucian los soportes religiosos; odian quienes recorren exangües los páramos económicos y políticos; odian quienes descoyuntan a capricho las relaciones vecinales y sociales; odian quienes desanudan los lazos familiares y, en general, todos los que se sienten dueños del mundo al enfrentarse con quienes reclaman honradamente lo suyo. En la larga distancia, el odio hace que se pierdan los contornos de la humanidad en las relaciones comerciales y en las guerras, y, en la corta, que el vecino incómodo e incluso un familiar egoísta se conviertan en enemigos a eliminar.  El odio nace muchas veces del miedo, de la ignorancia, de la frustración y de la sensación de amenaza, y se alimenta de prejuicios, desigualdades y discursos divisorios. Pervierte el orden de las cosas y de los acontecimientos de tal manera que afronta todo acontecer como pleitesía a la muerte en vez de como servicio a la vida.

5

¿Por qué odia un blanco a un negro o viceversa? ¿Por qué odia un presunto creyente a un supuesto ateo o a los miembros de otra confesión? ¿Por qué odiamos al compañero que la vida ha puesto a nuestro lado? ¿Por qué hay odios asesinos e incluso parricidas? ¿Por qué un sentimiento tan demoledor se instala en el lecho conyugal o descoyunta cualquier sociedad fraternal? Abundando tanto, alguna causa profunda debe de originarlo. Seguramente su extensión y densidad se deba a que camina parejo con el amor, del que, como hemos dicho, es sombra, negación. Puede que su origen esté en la prisa que nos damos, por lo general, en ser ricos y sentirnos poderosos, metas completamente ajenas a la paciencia y humildad que el amor practica y que tanto acompasan el ritmo y el ser mismo que los cielos nos han regalado.

6

Lamentablemente, el odio no puede entenderse únicamente como una emoción individual, pues está teniendo implicaciones estructurales y políticas en la sociedad en que vivimos, sociedad por ello tan enferma que a veces la consideramos ya desahuciada. El odio es el factor más desintegrador de la vida al corroer los lazos de la solidaridad que demanda la convivencia; el mayor artefacto de demolición que corrompe y destruye cuanto toca. Su gran fuerza bruta puede ser aprovechada con ventajas en una campaña electoral tóxica, cuyo fruto como gobierno será inevitablemente una dictadura que convierta al ciudadano en esclavo.

7

La coexistencia de diferencias en la forma de ser y de proceder es el fundamento de las democracias liberales. El odio, en cambio, hace rígidas las fronteras de lo religioso, de lo cultural, de lo económico y de lo ideológico, de la necesaria permeabilidad y flexibilidad de toda materia vital. Por su causa, el diferente y el adversario dejan de ser oponentes de los que siempre se puede aprender y a los que pueda acudirse en demanda de ayuda, para convertirse en enemigos a abatir cueste lo que cueste. La polarización abusiva hace que la negociación y el consenso, tan positivos de por sí, sean meras traiciones. Es tan rica la humanidad que nos habita que necesita muchos cauces para manifestarse en todo su esplendor.

8

Las facilidades de comunicación que ponen a nuestro alcance las redes sociales están contribuyendo, desgraciadamente, a generar nuevos odios o a agravar los efectos nocivos de los ya enquistados en las distintas capas culturales de la sociedad en que vivimos. Así, la corrosión se expande a sus anchas. Las comunidades de resentimiento, fuentes inagotables de supuestas verdades intocables, se alzan como refugios atractivos para quienes parecen ahogarse en una sociedad afortunadamente líquida y rica como la nuestra. La emotividad aflora a flor de piel para reforzar identidades excluyentes como clavo ardiente al que agarrarse y facilitan discursos marginales como alimento envenenado. El odio ciega la mente y hace que la ira resulte más valiosa que la búsqueda sosegada de la verdad esclarecedora y del equilibrio necesario para la convivencia.

13

Digamos, además, que el odio no es algo teórico, confinado en las alturas o en los recovecos de la mente, sino fuerza que desencadena violencia, cuando menos simbólica, que permanece siempre al acecho de víctimas propiciatorias. En la sociedad en que vivimos abundan las formas sutiles de exclusión o estigmatización mediáticas, que deshumanizan al adversario y justifican incluso su eliminación. Del insulto se pasa fácilmente al acoso y de este, a las manos. Los totalitarismos de cualquier índole han venido a potenciar la capacidad del odio y del resentimiento de los individuos para hacer quebrar las estructuras democráticas desde dentro y despojar al oponente de cualquier dignidad política y humana. ¡Atención, pues, a la intolerancia, que incluso está arraigando y creciendo en países que se consideran modélicos de convivencia y acérrimos defensores de los derechos humanos!

9

Insisto en que el odio mina la confianza social, que es el fundamento de los estados democráticos. Sin el reconocimiento del otro, es decir, cuando unos pocos se apropian de la libertad y de las razones para dirigir la vida social, los países resultan ingobernables, al irse erosionando lentamente la necesaria cooperación de todos hasta llegar a un punto sin retorno como detonante de fragmentaciones aniquiladoras. La estrategia del "divide y vencerás", tan útil para los especulativos, no deja de ser un barreno que hace saltar por los aires el humanismo.

10

El remedio no puede venir más que de una educación cívica fundada en la empatía, consubstancial a todo lo humano, que nos ayude a impedir que cualquier conflicto derive en hostilidad intransigente, o de los postulados esenciales de una religión, como el cristianismo, que se fundamenta toda ella en el mandamiento de un amor incondicional entre todos los seres humanos en cuanto hijos de Dios. Digamos, como resumen, que el odio socaba las normativas democráticas y borra los esquemas de la convivencia esencial, convirtiendo los distintos espacios de cooperación en campos de batalla. Frente a su enorme poder solo podrá salvarnos una orquestación pacífica de las diferencias, ensambladas primorosamente por el amor.

11

La historia viene a demostrar que es posible responder al odio con alternativas, tales como la empatía, el diálogo, la educación y la justicia, que desarmen su espiral de violencia. El reconocimiento de las diferencias como riqueza, en vez de amenaza, es una de las claves para frenar su avance. Las sociedades que promueven la inclusión, la equidad y la memoria crítica tienden a ser más resistentes al odio. Al final, el gran desafío de la humanidad es elegir entre sembrar resentimientos destructivos o construir puentes productivos. El odio, si se multiplica, erosiona la esperanza de un futuro común; en cambio, la capacidad de comprender y respetar al otro abre hermosos caminos a la paz y a la convivencia.

12

Misión nuestra será conseguir que este primer jinete de nuestro Apocalipsis particular, dirigiendo todo su enorme potencial contra los obstáculos y los detractores del amor, sea realmente blanco, limpio y positivo, para que no solo borre de nuestro horizonte vital negruras y ahuyente demonios al conjuro de la cruz, sino también para que nos anime a cabalgar por la vida con la elegancia de caballeros enamorados. Poco importa que los caminos que conducen al abismo sean llanos, fáciles y atractivos para quienes, como los cristianos, sabemos que los nuestros son un calvario, coronado, sin embargo, por una cruz que nos catapulta a una gloria sólida.  En la vida no hay atajos, sino un largo camino escarpado, a recorrer con la paciencia de quien ya saborea las primicias de una gloria duradera que llegará en el momento del encuentro entitativo con Dios, con su abundancia y su plenitud de ser. El “amaos los unos a los otros”, la única consigna del mandamiento cristiano, nos ayuda a ver en el oponente no un enemigo sino hermano, e incluso un niño en demanda de ternura. Esa es la luz que facilita la heroicidad de poner la otra mejilla frente a cualquier agresión, actitud que evidencia como ninguna otra los engaños del odio, descubre sus guaridas y arranca de cuajo sus terribles garras.

Volver arriba