Desayuna conmigo (domingo, 13-9-20) El perdonador perdonado

Taza de chocolate compartida

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Perdonar es un gesto, una actitud o una acción que depende de nuestra voluntad, pero que no sería posible o de nada serviría si no fuera precedida de un sereno discernimiento que nos asegura que el perdón tiene muchas ventajas y ningún inconveniente, mientras que la venganza tiene muchos inconvenientes y ninguna ventaja. De insistir en el mórbido placer de la venganza, seguro que no hay venganza más lograda que la del perdón porque, además de sorprender al ofensor, lo descoloca y lo pone fuera de órbita.

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Una gran pregunta, ante cuya respuesta naufraga incluso el cristianismo, es si Dios perdona a todos y si lo hace siempre, incondicionalmente. Digo que naufraga porque el cristianismo ha utilizado como arma mortífera el castigo para quien no perdona, y, sobre todo, el “castigo eterno” para los pecadores irredentos, ese concepto que, analizado en profundidad, repugna a cualquier mente humana, incluso a la del hombre más equivocado y perverso. El cristianismo no puede ser de ningún modo una forma de vida construida sobre el miedo a un Dios justo y vengativo que no perdona ni una, sino una forma de vida alegre y esperanzada porque el Dios al que pertenecemos en la vida y en la muerte, según nos dice hoy san Pablo, es Padre y destino de todos nosotros. Haber elucubrado sobre la existencia de un infierno para condenar a él a cuantos no se plieguen a hacer lo que a uno (a la Iglesia institucional) le parece lo correcto es, posiblemente, la mayor equivocación que el cristianismo ha cometido en todo su desarrollo secular. También es su mayor castigo, porque, precisamente por ello, muchos hombres de nuestro tiempo le dan la espalda al no ver en ella una tabla de salvación de las tinieblas reinantes, hombres que hoy ponen sus miras en otros objetivos para encontrar sentido a sus vidas.

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Si ninguna legislación humana es capaz de condenar a un infractor de la ley a un castigo duradero (treinta años parece excesivo), sobre todo si es doloroso, cualquiera que haya sido el crimen cometido por él, ¿cómo encajar en la idea que tenemos de Dios la sola posibilidad de una pena eterna no revisable, además muy dolorosa, a la que se condena irremisiblemente al pobre hombre que se ofusca y empecina en un error? Pensar en esa sola posibilidad me marea y me revuelve las tripas. Semejante energúmeno no merecería una pizca de nuestra consideración y de nuestro amor. Además, ¿quién nos puede asegurar que la vida en su conjunto, incluido el acto de morir, no es una balanza de justicia que pone las cosas en su sitio? Que la vida sea un continuo valle de lágrimas tiene los visos de convertirla en balanza de justicia que equilibra nuestros desaguisados. Tras la muerte ya no hay más realidad que los brazos paternales de Dios y unas manos tendidas para acogernos y bendecirnos. ¡Qué diferente sería hoy el cristianismo si se hubiera dedicado de lleno a predicar el perdón, la gracia y la alegría que dimanan del más grande y perfecto Dios, que, en nuestro caso, es el Jesús que fustigaba a los poderosos, afeándoles su conducta, y acogía con gran mansedumbre y ternura a los humildes, a los pecadores y a cuantos desechaba la sociedad!

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Las reflexiones que preceden puede que nos ayuden a encuadrar debidamente los textos de la liturgia de este este domingo. El Eclesiastés es pura sabiduría: perdonar hace comunidad con los hermanos y con Dios; si no lo vemos así, nos bastará con pensar en la muerte. Por otro lado, nada hay en nosotros, viene a decirnos san Pablo, que no sea reflejo de nuestra pertenencia omnímoda a un Dios que transubstancia la justicia en misericordia, hasta el punto de que podríamos decir incluso que también en el pecado somos para Dios, para su perdón. Por su parte, la parábola del evangelio de san Mateo es puramente didáctica, es decir, demostrativa de que toda petición de perdón, para ser sincera, debe ir precedida del ofrecimiento de ese mismo perdón. Digo lo de “didáctica” porque no se trata de comparar los perdones, el de Dios con el nuestro, sino que expresa solo la condición necesaria. De no ser así y de comparar los perdones, que es lo que expresa a primera vista el “como”, apañados iríamos si el perdón de Dios fuera como el nuestro, un perdón que solemos dar a regañadientes y con cuentagotas, mientras que el de Dios es realmente amoroso y se da en catarata, un perdón cuyo ejemplo nos exige perdonar con generosidad, “setenta veces siete”.

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Definitivamente, el cristianismo es una religión que limita por sus cuatro costados con el perdón, un perdón incondicional en todo tiempo y circunstancia. Quien diga que Dios ha creado o permitido que haya un infierno de castigos eternos no está en sus cabales y quien se apoye en él para difundir sus ideas y mensajes, aunque sean los supuestamente más santos y bondadosos, es un miserable. El Dios de nuestra fe es sumamente atractivo porque es Padre que perdona en todo tiempo y lugar. De ser un juez implacable sería un Dios realmente repulsivo. De ahí que lo constitutivo del cristianismo, aunque todo él pase por la cruz, sea la alegría de la vida como don de un Dios que nos ha creado para sí mismo y que continuamente nos regala la gracia de su ser y nos fija como único destino su propia gloria.

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En este contexto, no nos viene mal que hoy se celebre el “día internacional del chocolate”, ese nutritivo e intenso alimento, tan estimulante para nuestro cerebro y fuente de endorfinas, alimento tan placentero que ya los aztecas pensaban que era el “alimento de los dioses”.

Digamos, como simple curiosidad, que la fiesta de hoy se estableció en Francia en 1995 para celebrar el nacimiento de Roald Dahl (1916-1990), autor de Charlie y la Fábrica de Chocolate, pero que en Latinoamérica, en cambio, se celebra el 7 de julio desde el año 2010, fecha elegida porque, según los expertos, fue en ese día de 1520 cuando el cacao llegó a España y a Europa, hace ahora exactamente quinientos años. De cualquier modo, no estaría demás tomarse hoy una buena taza de chocolate caliente para celebrar, ¿por qué no?, que todo ser humano es acreedor al perdón divino setenta veces siete, certeza que bien se merece una alegría espiritual, pues el perdón aligera la carga y reconforta el espíritu, rubricada por el incomparable placer gastronómico del chocolate.

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El día nos ofrece otras praderas en las que poder solazarnos, pero la ligereza de nuestros desayunos no nos permite largas sobremesas. Lo digo porque hoy se celebra también el “día mundial de la Sepsis”, la septicemia que tantos quebraderos de cabeza nos causa; porque fue un día como hoy de 1519 cuando el emperador Carlos I permitió la celebración en España de la Lotería, esa ilusión de cada día que a tantos depaupera para enriquecer a muy poquitos, mientras loablemente facilita la vida de muchos trabajadores discapacitados, y, finalmente, porque fue un día como hoy de 1598 cuando falleció Felipe II, el poderoso monarca español en cuyos dominios no se ponía el sol, monarca que nos ha dejado el monasterio de El Escorial como símbolo de su poderío, un poder parejo con la inmensidad de calamidades que le tocó pasar en vida, incluida su larga agonía en ese mismo monasterio.

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Siendo de Dios, como somos, ningún miedo podrá doblegar nuestra voluntad de predicar como es debido una pertenencia que nos convierte en ricos herederos de un Padre infinitamente misericordioso, cuyo perdón destruye fulminantemente cualquier septicemia de nuestra sangre y endulza nuestro paladar. No hay vida sin sufrimiento y ninguna vida concluye sin el acoplo de nuestro ser a su propia razón de ser, la de haber recorrido un circuito que, teniendo a Dios por principio, lo tiene también por meta. Un cristiano debería saber que, llueva o truene, granice o nieve, todos los días le toca la lotería, la de una vida que debe estar siempre llena de alegría y esperanza.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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