Desayuna conmigo (miércoles, 30.9.20) ¿Cómo traducir una blasfemia?

“Historia de un alma”

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Al traducir un texto cualquiera, se corre el riesgo de traicionarlo deformando o tergiversando su contenido para expresar algo distinto o incluso lo contrario de lo que en él realmente se dice. Sin embargo, justo es decirlo, a juzgar por los millones de traducciones que cada día se hacen en todo el mundo, son muchos los traductores bien preparados para su oficio y no pocos los que están perfectamente capacitados no solo para reflejar con exactitud el texto traducido, sino incluso para mejorarlo literariamente. Es curioso, por otro lado, que la inteligencia artificial haya desarrollado máquinas capaces de traducir sobre la marcha textos complejos, proporcionando, al menos, los elementos básicos para su comprensión. De cualquier modo, digamos que la de traductor es una profesión difícil y exigente, sobre todo cuando se trata de traducción simultánea. Hace años tuve bastante relación con un “traductor simultáneo” suizo, nacido en Barcelona, que se manejaba con mucha soltura en cinco idiomas. Él mismo me confesó que ningún día de su vida se acostaba sin leer, al menos, un par de páginas en cada uno de los idiomas con que trabajaba.

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Todavía ayer mencionábamos las traducciones al hablar de El Quijote y la Biblia como los dos libros más traducidos en todo el mundo. Los seguidores de este blog saben muy bien cuán difícil resulta la traducción de la Biblia, tanto que todavía se persiste en el empeño de lograr traducciones más precisas y fiables en el futuro. Y la verdad es que, comparadas unas con otras, aunque no difieran en lo esencial, contienen matices capaces de alentar comportamientos muy diferentes. Pues bien, hoy se nos presenta el tema de la blasfemia que, además de sorprendente y curioso, quizá sea uno de los más difíciles de interpretar y de transmitir su sentido y alcance: me refiero al ensamblaje de traducción y blasfemia debido a que hoy se celebra precisamente el “día internacional” de ambos.

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“Día internacional de la traducción” porque, al celebrarse hoy la festividad de san Jerónimo, el traductor de la Vulgata, la “Federación internacional de la traducción” quiso, ya en 1991, que este día sirviera para mostrar la solidaridad entre sus propios miembros y destacar el enorme valor que tiene la profesión de traductor en un mundo cada vez más globalizado. En el año 2017, el Consejo General de las Naciones Unidas hizo oficial para todo el mundo esa celebración. Bástenos hoy poner de relieve el hecho y sumarnos complacidos a dicha celebración, pues huelga que nos dediquemos ahora a subrayar la enorme importancia que las traducciones están teniendo para nuestra vida, pues la inmensa mayoría de los textos de los que nos servimos para nuestro trabajo y asueto son traducciones.

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Y ahora viene lo gordo, porque también hoy se celebra el “día internacional del derecho a la blasfemia”. Claro que, dicho así, suena muy fuerte y grueso, y más si nos atenemos a la definición que de ella hace la RAE (“palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”), si bien, de darle su justo significado y el alcance que realmente suele tener, la cosa cambia. De hecho, esta curiosa celebración se establece no para incitar a la blasfemia, como pudiera parecer a simple vista, sino para alentar a los individuos y a los grupos a expresar abiertamente sus críticas e incluso su desprecio a la religión. Y claro está, a lo largo de la historia hemos conocido religiones y hechos religiosos no solo criticables, sino también despreciables. Fue Ronald Lindsay, presidente de “Center for inquiry”, organización dedicada a “promover la ciencia, la razón, la libertad de investigación y los valores humanistas”, quien propuso en 2009 esta celebración, basándose en que “las creencias religiosas deben ser objeto de examen y crítica al igual que lo son las creencias políticas”.

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De atenernos a lo que vulgarmente entendemos por blasfemia, es decir, a una expresión soez contra Dios o lo directamente relacionado con él, me gustaría intentar aclarar dos cosas: primera, que la inmensa mayoría de las blasfemias son solo “flatus vocis”, es decir, muletillas ensambladas en la forma de hablar. Creo haber relatado ya en estas páginas una preciosa anécdota a ese respecto: mucho antes de la pandemia, en la partida de cartas que solíamos jugar en el Hogar de Mayores cada tarde, uno de los jugadores si no blasfemaba tres veces en cada juego es porque lo hacía cuatro. Invitado cortésmente a no decir palabrotas, nos respondió tranquilo y sonriente: “no os preocupéis, pues Dios es mi cuñado y puedo tratarlo familiarmente”. Ante nuestra sorpresa, remachó: “sí, claro, pues tengo una hermana monja que está casada con Jesucristo”.

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La segunda cosa que pretendo aclarar la expresa a la perfección el refrán que dice que “no ofende quien quiere sino quien puede”, es decir –y esto es sumamente importante para remover incluso los fundamentos de todo pecado-, que para que el hombre pueda ofender a Dios tendría que saber primero quién es Dios realmente. En los años 40 pasé muchas tardes con un abuelo cuya expresión recurrente ante cualquier contrariedad era: “¡me cago en Rusia!”. ¿Ofendía realmente mi abuelo a Rusia? Claramente no, pues su expresión respondía únicamente a la repulsa que en aquello años producía en España el solo nombre de Rusia por la contienda civil y el oro de Moscú. Además, de ahondar en la actitud de quien blasfema con rabia y con odio, como queriendo darle a Dios de lleno en la testa, descubriríamos fácilmente que el Dios al que se dirige, supuesto causante de sus desdichas, es un dios falso.

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Pero, si de estas consideraciones razonables pasamos al mundo real, lo grave no son esos “flatus vocis”, porque, aunque siempre sean de mal gusto, a la postre no ofenden a nadie, sino los fanatismos que reaccionan con ira y muerte frente a lo que solo son pueriles provocaciones. De todos es conocido lo ocurrido por dos veces con la revista Charlie Hebdo, un semanario vulgar, que se ha servido de la provocación para medrar y al que el fanatismo musulmán ha hecho pagar un alto precio. La prudencia aconseja que no se provoque a un fanático, sino que se le procuren los medios para apearse de su ignorancia. Quien, jugando o divirtiéndose o por cualquier otro interés, blasfeme frente a un fanático creyente se expone claramente a recibir una “sonora hostia”, bien merecida por insensato.

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Tras el carácter anecdótico de cuanto precede, la mañana nos invita a elevar nuestra mirada a las alturas, en primer lugar, porque tras la celebración del día de las traducciones está la figura insigne de san Jerónimo, cuya traducción de la Biblia, conocida como Vulgata (traducción para el pueblo), fue proclamada por el Concilio de Trento como la oficial de la Iglesia, oficialidad que ha mantenido hasta casi nuestros días. De ahí que sea considerado como el padre de la “exégesis bíblica” y que, además, sea doctor de la Iglesia y uno de los cuatro padres latinos de la Iglesia junto con san Ambrosio, san Agustín y san Gregorio.

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Y, en segundo lugar, la mañana nos aconseja dirigir una mirada a la santa de Lisieux, santa Teresita del Niño Jesús, cuya Historia de un alma ha sido durante años el alimento espiritual de muchas generaciones de católicos a lo largo de todo el s. XX. Sumida en el dolor callado y asimilado este hasta sentirlo como placer por su fuerza de purificación, en sus cortos 24 años de vida se alzó, a través de su total entrega a Dios, a las cumbres de la oración como charla amigable y confiada con Dios, y mereció que, al igual que a la gran Teresa española, también a ella se la nombrara doctora de la Iglesia, conocida como “doctora del amor”.

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Limpia hoy la boca de palabrotas vulgares, supuestamente ofensivas, el día nos invita a asomarnos a una de las muy buenas traducciones de la Biblia que tenemos en español para descubrir en sus páginas, justo como hacía la santa de Lisieux, la palabra de amor empeñada por Dios en ella, palabra pulcra e inmarcesible, palabra de vida eterna.

Correo electrónico: ramonhernandezmartin@gmail.com

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