Lo que importa – 70 Un único mandamiento
Complicar lo simple



Son excesivamente pesadas estas alforjas para un viaje que, en el fondo, es circular, pues toda la auténtica aspiración cristiana de nuestro tiempo consiste en que la Iglesia vuelva su mirada hacia el Jesús real, el de la historia, y se atenga radicalmente a su predicación. Desde la proclamación del Evangelio hasta nuestros días, el camino recorrido ha resultado abrumador por sus definiciones empobrecedoras y sus dictámenes agobiantes. Jesús simplificó y depuró la ley judía hasta despojarla de su afán autoritario, reduciendo el oneroso fardo de preceptos circunstanciales y oportunistas a un solo núcleo esencial: el amor incondicional entre los hermanos como única forma de hacer a Dios presente y de emprender el auténtico camino hacia su Reino.

A la siempre inquietante pregunta de “¿dónde está Dios en las situaciones más dramáticas?”, la respuesta más directa y contundente es señalar que Él habita en cada ser humano, sobre todo en aquellos que atraviesan las peores tribulaciones, en quienes más sufren. De ahí que la única ley del evangelio de Jesús sea la del amor sin condiciones: amor concreto y efectivo que se traduce en servicios útiles a todos y cada uno de los seres humanos. Cuando se ama de verdad, todo está permitido, pues cualquier acción inspirada por el amor se transforma en amor.

Pero cuando el pastor descuida a sus ovejas, encuentra distracciones que poco tienen que ver con su verdadero cometido. A lo largo de la historia, no han faltado quienes se han dedicado, con perseverante fruición, a complicar aquello que era simple por naturaleza. Incluso los propios Evangelios, con sus inevitables sesgos, tienden a resaltar y subrayar aspectos que enredan la madeja. La teología, en lugar de relanzar incansablemente el formidable mensaje evangélico de salvación por amor, se ha extraviado muchas veces por vericuetos especulativos, enfrascada en dilucidar quién fue realmente Jesús de Nazaret, su naturaleza y su entidad, como si Él no lo hubiese revelado sobradamente con su vida y su identificación radical con todos los hombres, especialmente con los que más sufren. Ya el mismo Jesús se preocupaba personalmente de poner freno a cualquier elucubración sobre él cuando preguntaba a sus discípulos quién creían ellos que era él y ellos se atrevían a afirmar lo que realmente no sabían.

Pretendiendo adentrarse en las alturas del cielo, muchos se han dedicado a sembrar una huerta donde solo germinaban y florecían fantasmas especulativos. ¿Cabe acaso iluminar este mundo tangible valiéndose de una supuesta luz robada a un más allá que nos resulta, por ahora, absolutamente opaco, impenetrable? El mismo Jesús, tras ensanchar al máximo el horizonte del aquí y el ahora, concreta y centra ese ignoto más allá en la figura de un Padre que es Abba y que acompaña su obra creada con amor providente. ¿Es posible imaginar una estampa más bella y alentadora para el hombre que realmente se pregunta quién es Dios y qué nos ocurrirá tras la muerte?

Cuán ventajoso y fecundo sería que, a la luz de veinte siglos de historia cristiana, entregásemos a nuestro tiempo la inmensa belleza del genuino mensaje central de Jesús, el que le pareció excesivo al joven rico al que se le pedía que, para seguir a Jesús, amara a sus semejantes hasta el extremo de darlo todo, sus grandes riquezas e incluso su propia vida, por ellos. Sin embargo, sobrevivimos en una sociedad miope, si no ciega, que cifra el sentido de la existencia en el acaparamiento de bienes y poderes, aun sabiendo a ciencia cierta que nada de todo eso es sólido ni, mucho menos, trascendente o duradero. Resulta tristemente ridículo quien se envanece de un poder con el que pretende subyugar caprichosamente a los demás, cuando él mismo no es más que paja zarandeada por el viento o, peor aún, un saco de miseria. ¿Qué pensar, entonces, de quien se entroniza en una hornacina dorada, empapelada con billetes tan volátiles como la materia de que están hechos? Si nos fabricásemos un trono de oro, no se sentaría en él más que la porquería pestilente de la humana vanidad.

Vivimos cuatro días, obstinados en agredirnos y aniquilarnos mutuamente, tratando de ampliar nuestro propio campo de acción. Pero Jesús nos abrió otro horizonte, pues vino a proclamar a los cuatro vientos que todos somos hijos del mismo Padre y que el único proceder digno entre nosotros es amarnos los unos a los otros, sin excepción alguna. Es decir, vino a ampliar hasta el infinito nuestro propio campo de acción.

Afortunadamente, si observamos la realidad con objetividad y rigor crítico, a pesar de las muchas lágrimas y sangre que los humanos hemos ido derramando durante nuestro tortuoso peregrinar, no podemos dejar de advertir la bondad de un mundo en el que la inmensa mayoría de los seres humanos no solo se respetan, sino que también se ayudan a vivir y a sobrevivir, se aman, en definitiva Son incontables los actos cotidianos de heroísmo que gestan cada día personas anónimas que se auxilian mutuamente para sobrellevar una existencia que se hace tanto más hermosa cuanto más difícil resulta afrontarla debidamente.

Pese a avanzar a trompicones, la sociedad progresa por el propio mérito de sus gentes, a pesar de las iniquidades perpetradas por dirigentes cuyas acciones, lejos de servir al prójimo, constituyen por sí mismas una de las más graves dolencias que nos toca sufrir y uno de los más grandes obstáculos que tenemos que vadear para mejorar: aguantar el embate de los depredadores. Se dice que la guerra estimula el ingenio, fomenta la investigación y, a la vez que regula la población, proporciona empleo a tantísimos soldados y a los muchos que, directa o indirectamente, se alimentan de la fabricación de armamentos mortíferas. Todo ello no es más que la cansina letanía de una sangrienta cosecha, regada con la sangre de tantos jóvenes muertos. Pero, si partimos de la premisa de que nadie sobra en este mundo, cabe preguntarse hasta dónde podría avanzar nuestra sociedad, obviamente tan desarrollada, si durante solo un siglo no padeciera la devastación de la guerra. Lacras tan desgarradoras como el hambre y la enfermedad podrían afrontarse en ese supuesto con mucha mayor eficacia y resolución.

“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis los unos a los otros” (Jn 13:34). Este es el precepto que todos los cristianos deberíamos llevar, si no impreso en negrita en la frente, sí al menos grabado a fuego en el corazón, para evitar que nadie manipule ni distorsione la extraordinaria fuerza que el Espíritu Santo nos confía a cada uno de nosotros. Solo si amamos seremos verdaderamente cristianos. Todo lo demás, absolutamente todo, incluidos los ornamentos litúrgicos, las ordenanzas eclesiásticas, las prácticas religiosas y los dogmas teológicos, es accesorio, superfluo, pura hojarasca. ¿Alguien puede objetar algo a quien realmente ama, a quienentrega su vida en servicio de los otros, a quien con su existencia predica y testimonia el Reino de Dios e invita al perdón, sin ninguna condición previa? Ese es realmente el verdadero cristiano, el de ayer, el de hoy y el de siempre.