"Lo que empezó como virtud se convierte en cartel publicitario" El diácono humilde (como yo)

"El ministerio diaconal está empapado, empapadísimo, de servicio. No hay manera de hablar del diaconado sin que salga a relucir la palabra “servir”. Y no un servir cualquiera"
"Ahora bien, hay algo curioso que pasa cuando se habla tanto y tan bien de la humildad: que a veces se nos va la mano; mucha presunción de humildad con el riesgo de orgullo y a veces, comodidad"
"Y es que la humildad, si no va acompañada de esfuerzo, de compromiso, de entrega, se queda en palabras"
"Quizás la clave esté en dejar de hablar tanto de humildad y empezar a vivirla de forma más natural…"
"Y es que la humildad, si no va acompañada de esfuerzo, de compromiso, de entrega, se queda en palabras"
"Quizás la clave esté en dejar de hablar tanto de humildad y empezar a vivirla de forma más natural…"
Hay un chiste bastante malo, pero de esos que, por más flojos que sean, se te quedan grabados por el fondo que tienen. Ahí va: un dominico, un jesuita y un franciscano están conversando sobre quién es el mejor en qué. El dominico dice: “Nosotros los dominicos somos los que mejor predicamos de todos”. Entonces el jesuita replica: “Pues los jesuitas somos los que mejor impartimos los ejercicios espirituales”. Y, por último, el franciscano, con aire serio, suelta: “Pues los franciscanos somos los más humildes, con diferencia”. Y claro, ya ahí se rompe la magia del chiste, porque ¿quién va proclamando humildad como si fuera trofeo? Pero ojo, que ahí está la clave. La humildad, cuando se presume, cae en la incoherencia y pierde el sentido. Y eso, curiosamente, nos lleva al tema del diaconado y la humildad, que tiene miga.
El ministerio diaconal está empapado, empapadísimo, de servicio. No hay manera de hablar del diaconado sin que salga a relucir la palabra “servir”. Y no un servir cualquiera, sino ese servicio que brota del mismo Cristo que no vino a ser servido, sino a servir. El Cristo que lavó los pies, que cargó con la cruz, que se despojó de todo. Ese Cristo humillado es el icono, el espejo en el que debe mirarse el diácono. Porque si el diácono no está para servir, ¿entonces para qué está?. ¡Cuánto ayuda a nuestro ministerio diaconal nos da el repetir esas preciosas letanias del cardenal Merry del Val: …Del deseo de ser alabado, líbrame Señor,.. Jesús dame la gracia de desearlo: Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil.
Ahora bien, hay algo curioso que pasa cuando se habla tanto y tan bien de la humildad: que a veces se nos va la mano. Uno empieza diciendo que hay que ser humildes, lo cual está perfecto, y termina cayendo en lo mismo que el franciscano del chiste: “yo soy el más humilde”. Y eso ya es otra cosa. No es raro escuchar frases que suenan así: “lo importante es ser humilde, dando a entender, como yo”, o ver artículos que incluyen en el titulo La humildad, firmados por alguien que no se le cae la sonrisa de satisfacción. Lo que empezó como virtud se convierte en cartel publicitario. Es el riesgo de hacer de la humildad un motivo de orgullo, que ya de por sí suena contradictorio.

Y hay una trampa más, una que no se ve venir fácilmente: cuando la humildad se usa de excusa para la comodidad. Sí, a veces, en nombre de la humildad, se cuela la pereza. Pongamos un ejemplo: diácono que dice que no se reviste en misa por humildad, o que eso de ponerse la dalmática le parece de ostentación, que es mejor pasar desapercibido. Pero claro, a veces eso de pasar desapercibido es también la forma más elegante de no complicarse la vida. Porque no es lo mismo llegar a misa con tu mujer, sentarte tranquilo y disfrutar de la celebración, que estar pendiente de los detalles del servicio, las lecturas, el altar, los fieles, el celebrante... El argumento de la humildad se vuelve sospechoso cuando justo coincide con lo más cómodo.
Y es que la humildad, si no va acompañada de esfuerzo, de compromiso, de entrega, se queda en palabras. Uno no es humilde porque no se pone una vestimenta litúrgica, ni por no hablar en público, ni por mantenerse al margen. A veces, la verdadera humildad está en hacer lo que no apetece, en estar cuando nadie te ve, en cargar con lo que toca, aunque cueste. Un diácono que huye del servicio visible por “humildad” corre el riesgo de estar huyendo, no por virtud, sino por evitarse molestias.
Y no nos engañemos, que la humildad también se puede disfrazar en el trato con los superiores. ¿Cuántas veces hemos visto eso de dar la razón a todo, asentir, aplaudir ideas que no se comparten realmente, todo para mantener una buena imagen? Todo muy sumiso, muy humilde... pero con un ojo puesto en la promoción. Porque claro, si uno es obediente, discreto, servicial, “humilde” —entre comillas—, quizás le tengan en cuenta para subir algún escalón. Es un tipo de humildad calculada, estratégica, que en el fondo no tiene nada que ver con la humildad del Evangelio. Es más bien una forma educada de trepar, como decía el Papa Francisco: “El escalador, al fin y al cabo, es un traidor, no un sirviente. Busca lo suyo y luego no hace nada por el bien de los demás”
En el fondo, todo esto refleja una tensión que existe en muchos ambientes eclesiales: el deseo de ser humildes y, al mismo tiempo, el deseo de ser reconocidos por ello. Y eso se nota. El que no va de humilde, suele recibir palos. Porque la humildad es de esas virtudes que todos exigen, pero que pocos perdonan cuando no está bien disimulada. Si un diácono se muestra muy seguro, muy preparado, si habla con firmeza, hay quien lo tacha de orgulloso. Pero si otro va de humilde exagerado, de “yo no sé nada, yo solo sirvo”, también levanta sospechas. Es como si el equilibrio fuera imposible.

Y sin embargo, es precisamente ese equilibrio lo que se pide. La humildad no es fingirse pequeño, ni es anularse. Es saber quién es uno, con sus dones y sus límites, y ponerse al servicio de los demás desde ahí. Ni esconderse ni brillar por encima de los otros. Un diácono humilde no es el que nunca alza la voz, sino el que la alza cuando hace falta, con respeto, sin imponerse. No es el que se esconde en la sacristía, sino el que está dispuesto a ponerse al frente si nadie más da el paso. No es el que evita la dalmática, sino el que sabe que su vestidura litúrgica no lo hace más ni menos, pero entiende que tiene un valor para la comunidad.
Quizás la clave esté en dejar de hablar tanto de humildad y empezar a vivirla de forma más natural. Porque la humildad verdadera no necesita declaraciones, ni justificaciones, ni disfraces. Se nota. Se ve en el que sirve sin esperar reconocimiento, en el que asume responsabilidades aunque no luzcan, en el que escucha de verdad, en el que no se defiende cuando le critican, en el que no se cree imprescindible, pero tampoco se borra del mapa. Se ve en el que, al final del día, puede decir como el siervo del Evangelio: “No hemos hecho más que lo que teníamos que hacer”.
Así que sí, los diáconos tienen que ser humildes. Pero no de boquilla. Ni como excusa para evitar el servicio. Ni como máscara para escalar posiciones. Tienen que ser humildes de verdad. Y eso es mucho más exigente. Implica trabajo, vigilancia, oración, y sobre todo, mucha coherencia. Porque un diácono que presume de humildad es como un franciscano con megáfono diciendo: “¡Yo soy el más humilde!”. Suena a chiste. Y de los malos. Aunque, eso sí, con mucho fondo.
