"Pocas realidades eclesiales representan de manera tan fiel el tejido real de la sociedad" El perfil del diácono: la diversidad
"La realidad del diaconado permanente es, por esencia y vocación, una realidad plural. La diversidad no es un simple rasgo accesorio, sino la expresión más genuina de un ministerio que nace para servir allí donde la vida humana acontece"
"El ámbito familiar, la procedencia, el mundo laboral, la diversidad social… Pocas realidades eclesiales representan de manera tan fiel el tejido real de la sociedad como lo hace el diaconado permanente"
"En medio de sus ocupaciones, el diaconado permanente sabe que su llamada no lo aparta del mundo, sino que los insert más profundamente en él. Esa es su grandeza y su desafío: ser diáconos allí donde la vida acontece"
"En medio de sus ocupaciones, el diaconado permanente sabe que su llamada no lo aparta del mundo, sino que los insert más profundamente en él. Esa es su grandeza y su desafío: ser diáconos allí donde la vida acontece"
La realidad del diaconado permanente es, por esencia y vocación, una realidad plural. La diversidad no es un simple rasgo accesorio, sino la expresión más genuina de un ministerio que nace para servir allí donde la vida humana acontece. Cuando se afirma que los diáconos son personas profundamente inmersas en el mundo, no se trata de una frase hecha: es una descripción literal de su identidad. En ellos se encarna una variedad casi inabarcable de situaciones, historias y modos de vida que muestran hasta qué punto el Espíritu actúa en lo cotidiano, en lo ordinario, en lo aparentemente habitual. Y precisamente por eso, intentar describir los tipos de diáconos que existen supone necesariamente detenerse en esa multiplicidad, que no responde a categorías rígidas, sino a la riqueza real de sus vidas.
La primera gran distinción suele situarse en el ámbito familiar, pues ahí se expresa una de las características más notorias del diaconado permanente: la posibilidad de que el candidato esté casado al momento de la ordenación. Desde ese punto de partida ya se despliega un abanico amplísimo. Está, por un lado, el diácono célibe, el que llega al ministerio sin haber contraído matrimonio y que, desde esa disponibilidad y libertad propias del celibato, se entrega plenamente al servicio de la Iglesia. Su vida está marcada por una entrega total que, aun sin la referencia de una familia propia, se expresa en una paternidad espiritual y en una presencia cercana y discreta entre la comunidad.
Pero junto a él se encuentra quizás el grupo más numeroso del diaconado permanente: los diáconos casados. Y, lejos de ser una categoría homogénea, constituye un verdadero mosaico de realidades familiares. Los hay sin hijos, y los hay con uno solo; otros tienen dos o tres, la conocida “parejita”; algunos recorren la vida con familias más amplias y no faltan quienes han sido bendecidos con una descendencia verdaderamente numerosa. Dentro de esta última realidad destaca un ejemplo histórico y casi emblemático: uno de los primeros diáconos permanentes ordenados en Madrid, Olegario, padre de veintidós hijos. Su caso suele mencionarse no como una anécdota pintoresca, sino como una expresión viva de esa amplitud familiar que también forma parte del diaconado.
"La vida familiar de cada diácono no es un elemento secundario, porque condiciona su modo de estar en la Iglesia y en el mundo… un verdadero lugar teológico donde el ministerio se configura, se matiza y se encarna de una manera singular"
La vida familiar de cada diácono no es un elemento secundario, porque condiciona su modo de estar en la Iglesia y en el mundo. Un diácono sin hijos dispone quizá de más tiempo para determinados servicios pastorales, mientras que quien tiene varios hijos participa activamente en ámbitos escolares, asociativos y comunitarios que enriquecen su presencia pastoral desde dentro de la vida social. La familia, en todos los casos, no es simplemente un dato biográfico, sino un verdadero lugar teológico donde el ministerio se configura, se matiza y se encarna de una manera singular.
A esta diversidad familiar se añade otrano menos significativa: la procedencia. Hubo un tiempo, especialmente en los inicios del diaconado permanente en España, en el que lo habitual era que los diáconos fueran nacidos dentro de la misma diócesis en la que iban a servir. Ese arraigo, propio de un contexto eclesial en el que la movilidad era menor, ofrecía un modelo reconocible de estabilidad territorial y pastoral. Sin embargo, los tiempos han cambiado y la Iglesia, como reflejo de la sociedad misma, se ha hecho cada vez más dinámica. Hoy ya no es extraño encontrar diáconos que provienen de otras diócesis, de otras regiones e incluso de otros países. Este movimiento no solo enriquece la vida pastoral, sino que hace visible la universalidad de la Iglesia en el seno mismo de cada comunidad local.
La presencia de diáconos extranjeros, o de aquellos que han vivido largos periodos fuera de España antes de incorporarse al ministerio, es cada vez más habitual. Este fenómeno introduce nuevas sensibilidades, tradiciones, acentos pastorales y formas de comprender la vida cristiana. También permite que las comunidades se abran a realidades culturales diversas y aprendan a vivir la fe de manera más amplia y más católica, es decir, más universal. Del mismo modo, los diáconos que han cambiado de diócesis por motivos laborales o familiares aportan a su nuevo destino una experiencia pastoral previa, una mirada diferente y una comprensión más amplia de la misión diaconal.
Pero si en el terreno familiar y de procedencias la diversidad ya es grande, en el ámbito profesional alcanza proporciones inmensas. Pocas realidades eclesiales representan de manera tan fiel el tejido real de la sociedad como lo hace el diaconado permanente. La lista de profesiones que ejercen los diáconos es interminable y describe, casi sin proponérselo, una radiografía completa del mundo laboral. Hay diáconos taxistas, que viven su ministerio entre el tráfico urbano, la conversación improvisada con el pasajero que necesita desahogarse y presidiendo responsos en exequias. Hay médicos, que desde su servicio a la salud integran el cuidado espiritual con la ciencia y la cercanía humana. Hay repartidores, que conocen a diario la geografía de barrios y pueblos y que, entre entrega y entrega, se convierten sin darse cuenta en testigos sencillos de la esperanza. Hay militares, que viven su vocación en un contexto de disciplina, misión y entrega en la defensa. Y la lista continúa con profesores, agricultores, ingenieros, administrativos, comerciantes, enfermeros, trabajadores sociales, conductores de autobús, jubilados activos y tantos otros perfiles que hacen imposible elaborar un catálogo cerrado.
Cada profesión aporta al diaconado una mirada distinta y un modo propio de estar en medio del pueblo. El diácono que trabaja en turnos nocturnos conoce las horas silenciosas en las que la ciudad duerme; el que pasa el día en un hospital sabe lo que significa la fragilidad humana; el que trabaja en la construcción o en el reparto experimenta el esfuerzo físico diario; el que desarrolla su tarea en oficinas o despachos se mueve entre decisiones, gestiones y responsabilidades. Esa inserción en el tejido laboral convierte a los diáconos en puntos de contacto entre la Iglesia y sectores de la sociedad donde a veces la fe parece distante. Su presencia, casi siempre discreta, es una forma concreta de evangelización cotidiana.
"Esa inserción en el tejido laboral convierte a los diáconos en puntos de contacto entre la Iglesia y sectores de la sociedad donde a veces la fe parece distante"
No menos amplia es la diversidad social. Los diáconos, reflejo fiel de la sociedad a la que sirven, pertenecen a estratos distintos y se relacionan con ambientes muy variados. Sin duda predomina la clase media, que es también mayoritaria en el conjunto de la sociedad, pero no faltan aquellos que viven con mayor sencillez y modestia, ni tampoco quienes gozan de una posición económica más desahogada. La vida económica de cada uno influye de maneras sutiles en su ministerio: quien vive austeramente desarrolla una sensibilidad particular hacia las necesidades de los pobres; quien ha experimentado cierta estabilidad puede poner recursos, tiempo y capacidades al servicio de la comunidad; quien ha conocido la vulnerabilidad económica sabe acompañar con cercanía a quienes atraviesan dificultades.
Lo significativo es que, con independencia del estrato social, todos están llamados a una misma actitud: ser servidores. El diaconado no nivela las diferencias, pero sí les ofrece un horizonte común. No importa cuál sea el origen, la formación o la trayectoria profesional; lo que une a todos es la vocación a anunciar el Evangelio, a acompañar a los que sufren, a colaborar en la liturgia y a ser presencia de Cristo siervo.
La riqueza del diaconado permanente, por tanto, no se encuentra en la uniformidad, sino en la diversidad. Esa pluralidad hace que cada diácono sea único y que el conjunto forme un cuerpo capaz de llegar a lugares donde tal vez un sacerdote no podría estar. La Iglesia se hace presente en taxis, talleres, oficinas, aulas, cuarteles, hospitales y hogares. Se hace presente en familias pequeñas y en familias inmensas; en historias locales y en recorridos internacionales; en biografías sencillas y en trayectorias sorprendentes.
Al contemplar esta variedad se comprende mejor la naturaleza del diaconado: un ministerio nacido para servir, encarnado en la vida real y sostenido por hombres que, en medio de sus ocupaciones, saben que su llamada no los aparta del mundo, sino que los inserta más profundamente en él. Esa es su grandeza y su desafío: ser diáconos allí donde la vida acontece, donde las personas sufren, trabajan, esperan y luchan. Ser signo de Cristo servidor en la trama inmensa y diversa de la existencia humana.
"Los diáconos, reflejo fiel de la sociedad a la que sirven, pertenecen a estratos distintos y se relacionan con ambientes muy variados. Con independencia del estrato social, todos están llamados a una misma actitud: ser servidores"
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