Convertirnos: ¿a qué o a quién?

Estamos en el tiempo de cuaresma: momento de conversión, de cambio, de nuevos horizontes. Pero ¿qué significa “convertirnos”? o mejor ¿a qué nos convertimos? Normalmente hacemos buenos propósitos que, sin lugar a dudas, favorecen nuestro bienestar personal y el bien común: más fidelidad a nuestros compromisos, más excelencia en lo que hacemos, menos actitudes negativas y más calidad en nuestras relaciones. Ahora bien, todo eso se puede hacer en nombre de una autenticidad con uno mismo y, cuando se es creyente, en nombre también del Dios en quien creemos. Sin embargo, desde la experiencia cristiana, el significado de la conversión adquiere una perspectiva nueva. Si hay algo definitivo y central en la confesión de nuestra fe, es la persona de Jesucristo que, como decimos en el credo “se hizo hombre”. Un Dios humano en medio de nosotros. Una persona viva que, por la resurrección, se ha quedado definitivamente entre nosotros. Esto introduce una nueva dinámica en la experiencia de conversión. Para el cristiano la conversión pasa por buenos propósitos porque los seres humanos los necesitamos y ellos nos hacen crecer. Sin embargo, lo esencial de la conversión es el “volvernos” hacia una persona, Dios mismo y convertirnos a su mirada, a sus sentimientos, a su vida.

En ese sentido la conversión deja de ser el esfuerzo personal por crecer y madurar y pasa a ser la respuesta espontánea y gozosa de amor ante Aquel que nos atrae y nos cautiva. Por algo los contemporáneos del tiempo de Jesús le reprochaban que sus discípulos no ayunaban. El les respondió: “no pueden ayunar los amigos del novio cuando El está con ellos” (Mc 3, 19). El crecimiento que surge del amor, de la relación cálida, se convierte en fiesta y regocijo.

La conversión cristiana, entonces, está lejos de ser una lista de propósitos para ser mejores. Es una experiencia de afectos que nos hacen vivir de una manera nueva. La conversión no se realiza a punta de fuerza de voluntad para cumplir con lo establecido sino con la alegría y vitalidad de quien ama con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas (Dt 6, 5).

Por lo tanto, la pregunta más apropiada será ¿A quién nos convertimos? y esto nos remite a Jesucristo y su mismo talante de vida, de afectos, de opciones. Cuando la conversión es a Alguien y no simplemente a las prácticas o actitudes cristianas, la conversión es de todos los días y no hay nada establecido. Porque las personas somos realidad actuando a diferencia de las prácticas o leyes que se fijan y pueden permanecer inmóviles durante mucho tiempo. En este sentido cada cuaresma es tiempo de novedad y de apertura total.

¿Qué quieres de mi? Deberíamos decir cada día y, especialmente, en este tiempo de cuaresma. No temer que lo que hemos creído como verdadero, definitivo o inmutable, hoy lo veamos diferente. Especialmente en todo lo que tiene que ver con las personas: esos “nunca” perdonaré, aceptaré, cambiaré, solo necesitan de un amor que se haga presente en nuestra vida, para pensar distinto, para sentir de manera nueva. “Volvernos” efectivamente hacia Jesucristo es dejarnos envolver por su amor sin condiciones ni límites. Que su amor nos inunde para ver todo desde El. Entonces seremos testigos del Dios cristiano, que siempre favorece la vida, la defiende, la sustenta, la cuida, la cura, la promueve. No hay leyes que valgan ni tradiciones que se sostengan cuando de optar por la vida se trata.

En estos tiempos que vivimos donde es tan difícil construir la paz se hace urgente esta conversión a Alguien: a Jesús, Dios de la vida, que deja de lado la fuerza y los deseos de exterminar a los malos de la faz de la tierra y se empeña decididamente porque la vida crezca en abundancia.

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