Jaime Bonet: un santo de nuestro tiempo


El pasado 25 de junio murió el sacerdote Jaime Bonet, fundador de la Fraternidad Misionera Verbum Dei en Mallorca (España) en 1963. Esta fraternidad tiene como misión específica “la oración y el ministerio de la palabra” (Hc 6,4) y la conforman misioneras consagradas, misioneros sacerdotes y matrimonios misioneros. Están presentes en más de 32 países y los frutos de ese carisma que Dios otorgó a la Iglesia, a través suyo, han sido abundantes.
Tuve la suerte de conocerlo hace más de 35 años y de escucharle muchas predicaciones que influyeron decididamente en la espiritualidad que hoy tengo y en mi manera de entender el evangelio, la fraternidad y el compromiso con los más pobres. Por eso hoy no puedo dejar de decir una palabra sobre lo que vi en él y algo del legado que comprendo ha dejado a la Fraternidad Verbum Dei y a los que le conocimos por diversas circunstancias.
Creo sinceramente que fue “un santo de nuestro tiempo”. Y no porque fuera una persona extraordinaria –como a veces se cree son los santos- sino porque creyó en la palabra de Dios y la puso en práctica. Santa Teresa de Jesús, maestra de oración, enseña que “la oración es tratar de amistad muchas veces a solas con quien sabemos nos ama”, y creo profundamente que Jaime hizo realidad esas palabras porque supo tener una vida de oración entendida como amistad sincera, fuerte, constante con el Dios que salió a su encuentro a los 14 años y al que desde entonces siguió. Tengo la imagen de su actitud orante frente al sagrario “todas” las mañanas y de su palabra “encendida” de amor en sus predicaciones. Un amor fruto de ese encuentro con el “Amigo” que tocaba a los que le escuchábamos y que hacía arder el corazón, despertar el seguimiento, crecer en verdad, agrandar la tienda para acoger a todos y ver el mundo como un campo propicio para sembrar amor y más amor, de manera que todos los hijos e hijas de Dios tuvieran la suerte de conocerle y, por supuesto, construyeran una familia de hermanos y hermanas donde a nadie le faltará nada “porque todo se ponía en común”. A él le debo el camino de oración que he vivido y las ganas de anunciar ese amor de Dios siempre y en todo momento.
Jaime vivió la simplicidad del evangelio y el desprendimiento efectivo de las riquezas de este mundo que crean diferencias entre las personas impidiendo que los bienes sean para todos. Fue pobre y fundó una comunidad donde la pobreza no es una idea, sino una realidad. Una pobreza alegre, fraterna y con el objetivo de compartirlo todo. A él le debo esa claridad fuerte del poco valor que tienen las riquezas y los honores que la sociedad tanto persigue y la libertad que creo tengo, hasta el día de hoy, frente a ello.
Jaime fue un enamorado de Cristo y de llevarlo a los confines de la tierra. Así lo hizo y Dios le concedió ver hijos e hijas como las “estrellas del cielo” (Gn 26,4) que surgían de su fidelidad y transparencia de vida. Pero tampoco le ahorró sufrimientos porque en el carisma que Dios le confió, vivió incomprensiones y algunos de sus miembros emprendieron otros caminos distintos. Pero, con certeza, que lo que humanamente parecen rupturas, desde la lógica de Dios es fecundidad que se extiende de muchas y distintas formas.
Más y mejores cosas pueden decir los miembros de la Fraternidad Verbum Dei sobre todo el caminar de Jaime y de la profundidad y calidad de su seguimiento de Cristo y de su vida misionera incansable. Pero yo quiero hacer este pequeño aporte sobre lo que entendí, significó su vida. Por esto quiero añadir, fuera de lo ya dicho, dos aspectos importantes: a él se le podía llamar “Jaime” y no “Padre Jaime”, porque mucho antes de que el Papa Francisco denunciara el clericalismo que ha hecho tanto mal a la Iglesia, él ya se había despojado de toda la “mal comprendida” identidad sacerdotal y era un verdadero hermano, seguidor de Jesús en medio de su pueblo. Y, sin que estuviera metido en ninguna reflexión teórica sobre la necesidad de una participación efectiva de la mujer en la iglesia, él se lo jugó todo porque las mujeres predicaran y se formaran sólidamente en teología para hacerlo con propiedad. A él le debo entonces mi vocación de teóloga y mi compromiso actual con esa promoción de la mujer que haga realidad el que ante Dios “no hay varón, ni mujer” porque todos somos uno en Cristo Jesús (Gal 3, 28). Su amor al Dios Trino, a la Virgen y a los pobres ha trascendido fronteras, tocando muchos corazones. Por eso hoy quiero decir: Gracias Jaime por haber podido ver en ti “un santo de nuestro tiempo” y porque tu testimonio inició en mí el camino del seguimiento de Cristo que hoy se renueva al tomar conciencia de la fecundidad de tu vida y del inmenso bien que has hecho en este tiempo y que continuará a través de tu obra. ¡Gracias de todo corazón!
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