Vivir el Misterio Pascual con las implicaciones sociales que conlleva

Recordar los misterios centrales de nuestra fe –el Misterio pascual: muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo- permite avivar nuestra fe pero sobretodo seguir profundizando en su auténtico significado. Y esto es necesario porque con el paso del tiempo y la fuerza de la costumbre, la Semana Santa puede convertirse en una serie de ritos que se repiten sin mucha trascendencia pero, lo más grave, que van perdiendo el significado profético y cuestionador que encierran.
La muerte de Jesús no puede quedarse en la predicación sobre la necesidad de convertirnos de nuestros pecados personales sin hacer ninguna referencia a la realidad. Ni la celebración de la pascua nos puede dejar mirando “al cielo” como si participar en ella fuera algo sólo para el futuro y no una realidad que hemos de comenzar a vivir desde este presente.
Si nos situamos en la vida histórica de Jesús podemos entender que las causas de su muerte tienen que ver directamente con sus acciones, su mensaje, su fidelidad al Dios Padre y Madre a quien ama y anuncia. En tiempos de Jesús las autoridades religiosas habían constituido un sistema religioso que garantizaba que los que cumplían la ley formaban el pueblo de Dios y gozaban de las bendiciones de Yahvé: salud, dinero, bienestar. Pero los que tenían alguna desgracia -eran pobres o enfermos- sufrían la consecuencia de sus pecados o el de sus padres y por eso Dios les retiraba su bendición. Con ese esquema, los “buenos” podían despreciar a los pecadores y conscientemente buscaban no juntarse con ellos para no quedar impuros delante de Dios.
Pero el Dios del reino que Jesús anuncia, cuestiona este sistema y afirma que Dios se inclina por los que la sociedad considera impuros. Además dice que ellos son los destinatarios privilegiados del reino no porque sean buenos sino porque están llamados a participar del banquete mesiánico y porque de alguna manera son signo o cuestionamiento de un sistema injusto que no permite la vida digna de todos los seres humanos y/o no garantiza el cultivo de la bondad y la misericordia en todos los aspectos. Los profetas de todos los tiempos han seguido anunciando esa lógica del amor divino y sus contemporáneos continúan escandalizándose frente a sus anuncios. Y tanto Jesús como los otros mártires, han sido víctimas de los que se niegan a cambiar las estructuras, de los que no se quieren abrir al Dios de Jesús, al de los Evangelios, al que “hace un banquete para invitar a los últimos de cada tiempo, precisamente porque no pueden pagarle” (Lc 14, 12-14) y “hace brillar el sol sobre buenos y malos y caer la lluvia sobre justos y pecadores” (Mt 5, 45).
Por tanto, la muerte de Jesús nos confronta con el Dios en quien creemos y la fidelidad a Él. Nos invita a preguntarnos ¿quiénes son los despreciados de nuestro tiempo? ¿a quiénes nos le damos crédito? ¿cómo trabajamos para que ninguno sea discriminado, excluido, marginado por ninguna estructura social, cultural, económica o religiosa? En otras palabras, recordar la muerte de Jesús ha de llevarnos a convertirnos de ese pecado personal y social que sigue ahogando la voz de los profetas y no vela por la vida y dignidad de todas las personas, sean –desde nuestras valoraciones- buenas o malas, con talentos o sin ellos.
Y la resurrección de Jesús –el “sí” de Dios a toda su vida- comienza a ser efectiva en nosotros cuando nuestros actos muestran que rompemos con todas las imágenes falsas que construimos de Dios, acomodadas a nuestros intereses y hacemos presente el Dios del reino. Ese Dios que desarma nuestras mentes y corazones de toda exclusión, de toda venganza, de toda cerrazón al diálogo. Ese Dios que sabe poner a las personas por encima de cualquier orden establecido. El Dios de Jesús que reclama justicia, paz y oportunidades para todos y todas.
En nuestro país tan golpeado por la violencia y tan urgido de paz, bien puede ser está semana santa un tiempo de preguntarnos por la capacidad que tiene nuestra fe para generar condiciones que hagan efectiva la paz. No basta buscar conversiones personales –siendo necesarias, por supuesto- sino que nos tiene que doler el país con la complejidad de sus problemas, convocándonos a una conversión social y estructural que encuentre nuevas salidas y donde promover la reconciliación sea una prioridad.
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