La eucaristía y el cuerpo de las mujeres

La eucaristía y el cuerpo de las mujeres
La eucaristía y el cuerpo de las mujeres

Mucho se ha hablado de la eucaristía en este tiempo de pandemia. No se ha podido celebrar sacramentalmente, pero ha sido tiempo propicio para recordar que la liturgia es expresión de la vida, por tanto, aunque no podamos celebrarla sacramentalmente -nada ni nadie- nos ha podido privar de celebrarla existencialmente.  Pero cuando hablamos de la vida, es preciso preguntarnos cuáles son los signos de los tiempos que hoy nos interpelan. Hay muchos desafíos, pero hoy queremos fijarnos en una de las realidades que han salido a la luz en este tiempo difícil: la violencia que se ejerce contra el cuerpo de las mujeres. En este sentido tenemos noticias muy tristes en la realidad colombiana.

El 21 de junio en la zona rural de Risaralda, siete soldados violaron a una niña embera chami de 13 años. Ante el estupor por este hecho, se supo también que, en septiembre de 2019, otra niña de 15 años de la etnia nukak maku había sido secuestrada y víctima de abuso sexual, por parte también de ocho miembros del ejército en Guaviare. Y, en la actualidad, hay 118 investigaciones abiertas contra militares por abuso sexual de menores desde 2016, a la fecha. Con estos datos no queremos estigmatizar al ejército, pero si, hacer caer en cuenta, cómo la violencia sexual contra las niñas es una práctica muy habitual, entre varones que ostentan poder pero que formados en una sociedad patriarcal no dudan en cometer esos delitos y, al hacerlo en grupo, muestran la concepción que tienen del sexo y del cuerpo de las mujeres. Y estas no son las únicas violencias. En este tiempo de pandemia ha salido a la luz, una vez más, -en todos los países- la violencia doméstica que sufren tantas mujeres y más aún el feminicidio -asesinar a las mujeres por el hecho de ser mujeres-, con cifras tan alarmantes como 99 mujeres asesinadas violentamente en Colombia durante estos meses. El cuerpo de las mujeres es un cuerpo que ha sido históricamente violentado, ultrajado, golpeado, explotado, violado, asesinado. Lamentablemente las religiones no han contribuido demasiado a cambiar esa visión sobre la mujer. El cuerpo de las mujeres se ha visto con recelo y, en muchos casos, como fuente de pecado.

Los movimientos feministas a nivel social y las teologías feministas al interior de las iglesias, vienen trabajando desde hace décadas por cambiar esta realidad, exigiendo y alcanzando los derechos civiles, sociales, económicos, culturales, religiosos que pertenecen a las mujeres por su propia dignidad, pero que se les han negado por siglos y, aún hoy, se tienen que seguir luchando -si no es en la legislación- si en las prácticas, imaginarios, estereotipos que se manejan en muchos ambientes.

Este cuerpo de las mujeres, ultrajado hasta el día de hoy, no es ajeno al cuerpo de Cristo del que nos habla San Pablo (1 Cor 12, Rom 12). Ese cuerpo con diversos miembros, cada uno aportando su propia riqueza, ha de vivir esa unidad real que supone que “si un miembro sufre, todos los demás sufren con él”. Por eso, la realidad de las mujeres no puede ser ajena a la comunidad cristiana. Ha de estar en su corazón y no se puede descansar hasta transformarla.

Ahora bien, en la Eucaristía recibimos el cuerpo de Cristo. Pero no el cuerpo abstracto de Jesús. Recibimos su cuerpo real y en ese cuerpo hay muchos miembros que sufren. ¿Somos conscientes de ello? ¿Qué compromiso se desprende de esta realidad? No solo las mujeres son estos miembros que sufren -hay demasiados miembros padeciendo injusticia social, discriminación, etc.- pero en esta reflexión nos estamos deteniendo en la violencia contra las mujeres. ¿Hemos pensado, alguna vez, en nuestras múltiples eucaristías, en este cuerpo ultrajado y asesinado de las mujeres?

En la eucaristía comulgamos para transformarnos en aquello que recibimos. Así lo expresaba San Agustín: “Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí”. Eso supone que la realidad de los miembros que sufren en el cuerpo de Cristo ha de formar parte de nosotros mismos, exigiéndonos un compromiso efectivo y afectivo con su transformación. El cuerpo de Cristo ha de estar sano, libre, vivo, pleno. Y mientras todos los miembros no gocen de esas realidades, nuestra comunión ha de significar compromiso con esa transformación. ¿Son esos los frutos de nuestra comunión?

En la eucaristía nos unimos como pueblo de Dios, hacemos real la comunidad. Pero la comunidad no es estar juntos en el mismo lugar sino comprometernos porque en esa comunidad “nadie pase necesidad” (Hc 2. 42-47). ¿Cómo ha avanzado la justicia con las mujeres en la sociedad y en la iglesia? ¿podemos celebrar la eucaristía y no comprometernos con esa realidad?

Todo lo anterior ya habla de este compromiso de vida que implica participar de la eucaristía. Pero mejor que el propio apóstol Pablo nos hable del modo de celebrarla: “Así pues, cualquiera que come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, comete un pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor. Por tanto, cada uno debe examinar su propia conciencia antes de comer el pan y beber de la copa (…) Por eso muchos de ustedes están enfermos y débiles, y también algunos han muerto. (…) Así que, hermanos míos, cuando se reúnan para comer, espérense unos a otros. Y si alguno tiene hambre que coma en su propia casa, para que Dios no tenga que reprenderlos por esa clase de reuniones …” (1 Cor 11, 27-32). Podríamos preguntarnos ¿por qué tantas eucaristías sacramentales no nos han hecho mejores cristianos? ¿Por qué no nos comprometen más con la comunión de bienes -justicia social- y la dignidad de todos los miembros del cuerpo de Cristo? ¿No será este tiempo de pandemia, ocasión propicia para revisar nuestra praxis existencial para volver a la praxis sacramental a comulgar el cuerpo de Cristo y no nuestra propia condenación? Me parecen muy fuertes las palabras de Pablo, pero muy reales. Recibir el cuerpo de Cristo no nos deja indiferentes frente a ninguna realidad que desdiga del plan de Dios. Por lo tanto, no puede dejarnos indiferentes frente al cuerpo ultrajado y asesinado de tantas mujeres y exige nuestro compromiso por restaurarlo.

(Foto tomad de: http://jesuitasaru.org/la-eucaristia-amor-y-unidad/)

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