La misión, esencialmente, no es dar sino darse

Hace dos meses dieron una noticia sobre una religiosa que llevaba más de 50 años en la India sirviendo como misionera, médica y profesora y en lugar de renovarle la residencia para permanecer allí, le llegó la orden de abandonar el país en 10 días. Por supuesto, las autoridades migratorias no adujeron las razones para esa decisión, pero se sobreentiende que deben ser políticas del país para evitar que crezca el número de cristianos y fomentar que el hinduismo sea practicado mayoritariamente. Lógicamente esta no es la única noticia de este tipo. Ha sido una constante en diferentes lugares, además, de la violencia que algunos cristianos han sufrido en aquellos países a manos de grupos fundamentalistas. Todas estas situaciones suscitan nuevamente algunas preguntas a la misión ad gentes. ¿Tiene sentido ir a otros países mayoritariamente no cristianos? En el contexto actual de pluralismo religioso, ¿para qué anunciar el evangelio de Jesucristo? ¿no bastaría con que cada uno practique la religión en la que ha nacido y no pretenda anunciar a otros la fe cristiana? ¿tiene sentido considerar los países no cristianos como países de misión? ¿sigue vigente el mandato misionero de Jesucristo?

No es fácil contestar estas preguntas por las complejas realidades actuales (no porque el mandato misionero de Jesús no tenga sentido). Ahora bien, ya muchas comunidades dedicadas a la misión ad gentes están haciendo valiosas reflexiones que nos darían muchas luces sobre estos interrogantes. Aquí, por tanto, solo pretendemos hacer algunos comentarios con el ánimo de alimentar la reflexión, sin pretender dar respuestas definitivas.

gente reunida

La dimensión misionera de la vida cristiana es inseparable de esta. “Dar gratis lo que se ha recibido gratis” (Mt 10,8) o “no poder dejar de hablar de lo que se ha visto y oído” (Hc 4,20) es la experiencia existencial de aquellos que se han encontrado con Jesucristo, no por sus propios méritos sino por la iniciativa divina que salió a su encuentro. Por tanto, la misión tiene sentido y lo tendrá siempre, porque no es una iniciativa propia, ni un mensaje para enseñar sino una experiencia de vida para compartir. Pero, la manera de entender la misión y de vivirla, ha de irse replanteando continuamente para responder a los desafíos de cada momento. Además, no se puede dar una única respuesta sino tantas como los lugares nos lo exijan porque las situaciones son muy distintas y a todo ello hemos de responder. Inclusive hoy se tiene más conciencia de que los países de misión no son solo aquellos donde no hay mayoría cristiana, sino que incluso, en los países llamados cristianos, ha aumentado tanto el secularismo que bien vale un nuevo anuncio del kerygma (primer anuncio) porque ya muchos no conocen los mínimos fundamentos de la fe cristiana.

Pero ¿por qué hacerlo? ¿cómo hacerlo? ¿para qué hacerlo? Para responder nos puede iluminar el misterio de la encarnación: nuestro Dios se hizo ser humano en Jesús de Nazaret y, por eso, todo lo humano es presencia divina. Más aun, solo en lo humano podemos encontrar y amar a Dios. De ahí que el desplazamiento geográfico a otros lugares tiene plena vigencia porque en todas partes están los hijos e hijas de Dios a quien hemos de amar y servir. Ahora bien, eso lo puede hacer cualquiera, sin tener que recurrir a una confesión religiosa para realizarlo. De hecho, muchas personas lo hacen por motivos puramente humanitarios y con total generosidad. ¿Qué es entonces lo específico de la fe cristiana? Creo que la respuesta es al mismo tiempo “nada” y “todo”. Es decir, todo aquello que construya humanidad y todos aquellos que se deciden a hacerlo, están construyendo reino de Dios (usando la terminología cristiana) y eso es lo que a Dios le agrada: “¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo. Compartirás tu pan con el hambriento, los pobres sin techo entrarán a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano” (Is 58, 6-7).

Cuando todo lo anterior se hace desde el horizonte de la misión tiene la especificidad de que se quiere testimoniar la manera como Jesús nos enseñó quién es Dios. El Dios revelado por Jesús es el Padre-Madre que ama al ser humano sin límite, ni medida (L 6, 38) y lo ama no porque sea bueno y lleno de virtudes, sino simplemente porque es hijo e hija suya. De ahí que su distintivo es la entrega no de cosas sino de sí mismo. Así lo vivió Jesús: “El Padre me ama porque yo mismo doy mi vida y la volveré a tomar. Nadie me la quita, sino que yo mismo la voy a entregar. En mis manos está el entregarla…” (Jn 10, 17-18). Es decir, la misión que vale la pena impulsar ha de estar atravesada por la entrega de sí mismo, por el darse a todos, con un amor como lo describe Pablo en la primera carta a los corintios: “paciente, servicial, sin envidia, sin apariencia, sin buscar su propio interés (…)” (1 Cor 13, 4ss).

Actualmente se podría decir de los misioneros lo mismo que le decían a Pablo: “Mientras tanto, nosotros proclamamos un Mesías crucificado. Para los judíos ¡qué escándalo más grande! Y para los griegos ¡qué locura! Él, sin embargo, es Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios para aquellos que Dios ha llamado” (1,23-24). La misión ad gentes puede resultar escándalo para unos y locura para otros pero es la sabiduría divina que nos invita a “darnos” a todos y en todo tiempo, sin temor a las dificultades e incomprensiones que conlleva la realidad humana que Dios nos ha confiado.

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