Amor virulento (por Joseba Zulaika, Univ. de Nevada, USA)

Publicamos el Prólogo del prof. Joseba Zulaika al próximo libro de Andrés Ortiz-Osés, "Amor y virulencia", en preparación.

          Andrés conoció la peste en su pueblo de Tardienta a las cinco de una tarde fría de invierno de finales de 1948 cuando aún tenía cinco años. El eco de los disparos asesinos, los gritos de su madre, y la imagen de su padre caído ante sus ojos nunca podrían borrarse. Era la zona cero de una explosión nuclear. Era El tres de mayo de 1808 de Goya, manos levantadas ante el pelotón, rostros cubiertos, blancura radiante, “jauría de imágenes y espantos”. La piedad y la virulencia se apoderaron de Andrés.

Ortiz-Osés ha escrito docenas de libros. Nada tan real y sobrecogedor como esa página de sus memorias antropológicas relatando aquella tarde de invierno cuando la vida le exigió “morder la bala” y sobrevivir como pudiera. Se hallaba en Deusto cuando fui a visitarlo para hablar de antropologías y de influencias. Se fue directo al origen de todo, a esa tarde en Tardienta en el Pirineo aragonés de su infancia de posguerra que cambiaría radicalmente su vida. Si pretendía conocer sus teorías, vino a decirme, tenía que experimentar primero el shock representado por el cuadro de Goya. Mientras yo me sentía atónito sin saber cómo reaccionar, él siguió su relato: “He tenido la muerte en mis brazos. La experiencia me provocó asma, angustia existencial: me convertí en una persona enfermiza. Pero entre tanto me vacuné contra la muerte, me hice fuerte. La muerte de mi padre y de mi madre me hizo trascender la propia muerte. La muerte es una oportunidad; yo estoy a favor de la eutanasia o buena muerte, porque la muerte es una liberación. La muerte es real, la resurrección es simbólica o surreal.”

Andrés necesitaba de una “vacuna” que le inmunizara del acoso de la muerte, de aquella peste abismal que le sobrevino de niño, y encontró en la escritura su principal aliado. “Tras la muerte de mi padre, mi madre se convirtió en mi refugio, y me salvó el simbolismo religioso. De lo contrario yo habría sido un desgraciado . Encontré alivio en el ritual y el simbolismo y decidí hacerme sacerdote aunque finalmente de un sacerdocio cultural y no tanto cultual”.

La razón de mi visita a Ortiz-Osés era preguntarle sobre el impacto tan enorme que tuvieron sus teorías. Por mucho que los antropólogos culturales, celosos de su éxito, dijéramos que no existían sociedades matriarcales, y menos aún en la vasca, sus libros suscitaban un entusiasmo especial. Me pareció hallar una clave importante en sus memorias, allí donde narra la génesis de su núcleo subjetivo. Fue en el oratorio de su casa, escribe, donde “se realizó la reunión, la alquimia, el sacramento”. Él iba para padre real, confiesa, pero la vocación religiosa lo convirtió en padre putativo osimbólico:“la pérdida del padre (externa) coincide con la pérdida del padre o paternidad (interna)”.

Se ha relacionado a menudo el nacimiento del psicoanálisis con el declive de la figura del padre en las sociedades modernas; en el caso vasco, este declive estaba íntimamente relacionado con el tema de la violencia política ejercida por adolescentes para quienes la paternidad equivalía a debilidad o impotencia. La popularidad de las ideas de Ortiz-Osés durante los años ochenta y noventa tuvo que derivar en parte de que sus lectores proyectaban sobre sus libros semejante pérdida de paternidad del sujeto masculino, lo que conllevaba la percepción de la fuerte identificación de los varones vascos con la figura materna.El matriarcalismo no era sino la pantalla donde proyectar la ausencia o impotencia del padre, el reconocimiento de la ansiedad del varón en la nueva sociedad democrática española en la que la mujer ya no estaba confinada a mantenerse en casa y a guardar un modelo tradicional de familia nuclear.

14 de enero de 2020. Ortiz-Osés y varios colegas suyos presentaban en Zaragoza, en la Biblioteca de Aragón, su libro El secreto de existir, a la vez que tambiénun segundo libro editado por Ortiz-Osés y Luis Garagalza, Lo demónico: el duende y el daimon”. Ortiz-Osés estaba presentando ambos libros y en cierto sentido despidiéndose, haciendo referencias a su enfermedad incurable y su mortalidad, como queriendo transmitir a su audiencia, en la que nos incluíamos algunos de sus amigos, sus últimas lecciones sobre la vida, el amor y la muerte. “Soy feliz y desgraciado, porque el veneno químico destruye y salva”, sus palabras por la quimioterapia. Encarnaba la figura de Sócrates en su despedida tras haber tomado con tranquilidad el fármaco y mientras recordaba a sus discípulos que lo importante era mantener vivo el logos. Si El 3 de mayo de 1808 goyesco era la imagen imborrable del bautismo inicial de la biografía de Andrés en Tardienta, en aquella otra tarde fría de mediados de enero de 2020 en Zaragoza parecía escucharse en el fondo de la sala, en la voz de su paisano aragonés Miguel Fleta, “el adiós a la vida” de Tosca, E lucevan le stelle: “Y brillaban las estrellas, / Y olía la tierra . . . / ¡Y jamás he amado tanto la vida!”

En su magisterio aquella tarde memorable Ortiz-Osés no podía sino insistir una y otra vez en la “ambivalencia” esencial que acecha a todo lo humano, al amor en concreto, ambivalencia encarnada en el duende y el daimon. En la presentación del libro colectivo había escrito que, “mientras lo demoníaco es el pacto con el diablo, lo demónico es el pacto del hombre con Dios y con el diablo o bien entre Dios y el diablo, como comparece en el relato bíblico de Job junto con la reacción demónica de éste. De aquí que en Goethe lo demónico no es demoníaco o diabólico ni divino o angélico, sino su mediación ambivalente”. Implica los contrarios, vida y muerte, bien y mal, eros y thanatos. Ejemplos de lo demónico son para Ortiz-Osés el ángel caído de Lorca y Cernuda, la verdad abismática de Kafka, el Dionisos de Nietzsche, el numen interior de Sócrates, o los arquetipos de Jung. En música es la versión demónica de “Lágrimas negras” por el Cigala y Bebo Valdés.

En su presentación de Zaragoza Ortiz-Osés añadía como ejemplo de ambivalencia artística la canción de Rosalía, “Me quedo contigo,” un canto al gozo del amor pero transido de melancolía; en las alternativas daimónicas de la canción, entre la riqueza y el amor, la gloria y el amor, la libertad y el amor, las ideas y el amor, uno se imagina a Andrés, el hombre perdido sin sus ideas, identificándose con “ay amor, me quedo contigo”. Pero apenas hace falta decir que el de Andrés no es un amor de beatitudes sino que es más bien un amor virulento que se remonta a aquella tarde de invierno de 1948, cuando “la muerte del padre significa el agujero del ser”, escribió en su autobiografía, “el desgarrón . . . el horadamiento o vaciamiento—envés—de la existencia”. Agujero del ser que se volvería abismo total con la muerte a los pocos años de su madre, el evento con el que “comencé a entrever la ambivalencia del cariño, la ambigüedad del destino, la dualidad de todos los senderos”, y tras el cual “una profunda mala leche contra el mundo y sus atributos renació en mis entrañas. Soy animal marcado a fuego lento”. Sólo quedaba “tirar adelante y atrás, a un lado y al otro: ambivalentemente”.

Para Ortiz-Osés, “El amor es el núcleo atómico de nuestra existencia, un núcleo radioactivo que siempre deflagra estrepitosamente para bien o para mal . . . El amor es un fuego sagrado que abrasa la carne trasmutada en humo, aire o espíritu alado. Mientras que en el amor-pasión el espíritu es devorado por la carne, en el amor-compasión la carne es consumida y consumada por el espíritu”. Las tres heridas de Miguel Hernández: la herida de la vida, la herida del amor y la herida de la muerte. Amor y virulencia.La ambivalencia esencial por la que, ha escrito Ortiz-Osés mil veces, “la vida es el aprendizaje de la muerte: la vida es el aprendizaje del amor que se muere”. Su religiosidad, nos recuerda, está anclada en “dos grandes sacramentos, el sacramento de la vida y el sacramento de la muerte”.

La incorporación del duende español, que nos ronda, a la tradición clásica y europea del daimon, que nos acecha,es solo una aportación más del maestro Ortiz-Osés al estudio del simbolismo transformador de la realidad. Si él siempre ha estado intrigado por la dualidad demónica, ahora lo está más debido a su enfermedad. El amor es el daimon del Simposio de Platón y el que más interesa también a Andrés; es el tema al que ha dedicado libros enteros. Es el amor brujo cuya batalla primera es con el deseo mismo, dando así lugar a las figuras míticas de Eros y Psique que se retrotraen a la Metamorfosis de Apuleyo, figuras citadas en la obra de Andrés y que él ha aplicado incluso a la mitología vasca. La fábula de Apuleyo, según la cual Afrodita manda a su hijo Eros castigar a Psique para vengarse de su excesiva hermosura, llega a significar el contraste entre la antigua diosa del amor (la de la intoxicación sensual) versus la nueva diosa del amor (la del enamoramiento psíquico). Esto conduce en última instancia a “la batalla del amor contra el deseo” (Rubert de Ventós), en la que el amor supone no tanto el cumplimiento del deseo y del placer sino más bien una ruptura desde la cual se experimenta el vaciadodel deseo y se percibe el mundo como algo fortuito e impredecible; en uno de los aforismos de Andrés: “El amor como deseo es activo (sed): el amor como afecto es asuntivo (ser)”. O en palabras de Badiou, “el amor pasa por el deseo como un camello por el ojo de una aguja”. El deseo cazador tiende a la aniquilación del objeto deseado, y el deseo teórico es afín al conocimiento, al que Ortiz-Osés ha dedicado su vida, pero para terminar con “ay amor, contigo me quedo”. El puro o mero deseo es a menudo el orden interiorizado de la cultura dominante y que, presidido por Afrodita, construye paraísos sublimes de voluptuosidad y poder, frente al amor virulento y pavoroso del sujeto fracturado que, vacío de fantasías, se aferra a lo real surrealmente.

Entre los muchos mitos clásicos y modernos que Ortiz-Osés ha interpretado, en la fábula de Apuleyo una de las pruebas a las que Afrodita somete a Psique por haber desobedecido las órdenes de Eros es obtener mechones de lana de oro de los agresivos carneros que pastan en un lejano valle. Ortiz-Osés ha aplicado historias similares de “desmadejamiento” a los cardados, hilados y tejidos urdidos por la diosavasca Mari; “Nos las habemos, en todos los casos”, escribe, “con una confrontación de la vida con la muerte; precisamente esta última es simbolizada en la iniciación mistérica como una “madeja” o “laberinto” cuyo hilo de transmigración hay que reencontrar, superando como expresamente narra Apuleyo, la simbólica presencia de un ‘asno’ designador del desvío, el desvarío o la perdición de dicho laberinto”. A Andrés le gusta recordar que “nuestra existencia pende de un hilo, del hilo de la vida tejido por las Parcas o hadas del destino”, cuando basta un virus para deshacer “el hilado de nuestra urdimbre vital”. Al igual que su amigo Oteiza, en cuyas oquedades vacías ha visto figuras femeninas arquetípicas, Ortiz-Osés ha meditado largamente sobre “El laberinto como nuestro interior lunar / con hilo umbilical solar exterior / que enhila la vida junto a la muerte / simbolizada por el Minotauro”.

No puede ser mera casualidad, sino una prueba de la proximidad entre mito y realidad, que el nuevo Bilbao del Guggenheim instalara entre el museo y el edificio de la universidad de Deusto, donde el profesor Ortiz-Osés elucubrara sus teorías sobre mitologías antiguas y recientes, la gran escultura “Madre” de Louise Borgeois en forma de araña (dedicada a su madre que era tejedora de tapices). Si en el interior del museo se halla el enorme laberinto de Serra en torno a sus esculturas La Serpiente y La sustancia del tiempo, en su exterior más inmediato hacia la ría se halla la araña/Ariadna de Bourgeois produciendo sin descanso el ovillo necesario para que Teseo derrote al Minotauro. Esta mujer-araña, me atrevo a decir, esta allí en honor a Ortiz-Osés, testigo de su amor femenino y virulento.

Pero la prueba definitiva de Afrodita para Psique fue la de bajar a los infiernos con un cofrecito y buscar allí a Proserpina y pedirle que le diera un poco de su crema de belleza mágica para ella. Psique supera mil peligros para atravesar el río de los muertos y llegar donde Proserpina a quien convence para que le dé un poco del milagrosa ungüento antes de regresar del mundo de los muertos. Pero Psique, que no debe abrir el cofrecito bajo ningún concepto, quiere ser de nuevo irresistible para atraer a Eros y termina abriendo el cofre y haciendo uso de la crema mágica. Al untarse con el aceite lo único que encuentra es “un sueño infernal y profundo” para caer “durmiendo como una cosa muerta”. Entonces aparece Eros para salvarla de su sueño mortal. Como fruto del matrimonio entre Eros y Psique nacerá una niña cuyo nombre equívoco marcará la ambivalencia original entre voluptuosidad (como la llamará Afrodita) y hedone (felicidad), como la llamarán los padres.

La gran obra de Ortiz-Osés son estos ungüentos mágicos, vestidos de mitologías y de modelos interpretativos de carácter cambiante, cuyo objetivo es conducir el lector al matrimonio feliz entre Eros y Psique. Ortiz-Osés imaginó amores maternales que provenían de su infancia y que podían malinterpretarse como propuestas de modelos eróticos basados en amores idealizados en los que la mujer funciona como mero espejo donde el vasallo proyecta sus deseos inaccesibles. Pero en realidad si el amor es algo para él, es pavor y virulencia. El amor nunca pudo ser una idealización cortesana o comunión fusional para el sujeto construido sobre el big bang de ver caer al padre asesinado. El amor sólo puede ser “la sutura surreal de la fisura mortal”. La vorágine del amor no podía ser sino el misterio virulento de lo terrible y de lo real. Aquel evento fundacional sigue marcando el centro todavía de este su último libro: “He revivido mi trágica infancia”, escribe, “acuciado por el coronavirus / y cogido por un tumor nocivo”. El evento redescrito: “Eran las cinco en punto de la tarde / de un fatídico día de posguerra / . . . Yo lo vi con sus manos sobre el vientre / protegiéndose así de sus heridas / como yo hago ahora con mis tripas / protegiéndome así de mis heridas”.

En última instancia Ortiz-Osés es también un escritor dantesco en el sentido de que, al igual que Dante intentó reconciliar el conflicto de su época entre el amor cortesano por una mujer y el amor cristiano por Dios, él ha buscado hallar una solución al conflicto interno del amor y a la ausencia de fe en nuestra época a base de incidir en el papel del simbolismo cultural y psicoanalítico, partiendo de nuestra condición psíquica de ambivalencia radical. Expresión de esa ambivalencia es ese discurso polisémico tan característico suyo plagado de juegos de palabras, antinomias, sinonimias, derivaciones metafóricas, rimas, términos inventados y todo tipo de asociaciones ingeniosas y sutilezas trópicas para invocar la unión de los contrarios y la ambigüedad intrínseca a toda significación.

Platón, cómo no, es un autor siempre cercano a un Ortiz-Osés cuyo “máximo juego” no es otro que “el estético-erótico-religioso”. De lo único que sabía el Sócrates de Platón era del amor. Pero para Platón había dos órdenes del amor, lo que está en el origen de la ambivalencia en la obra de Ortiz-Osés . Sócrates se cuestiona sobre la naturaleza del deseo cuando pregunta a Agathon en el Simposio: “¿Puede uno desear lo que ya posee?” Porque quien desea “desea lo que no tiene a mano y no está presente”. El amor no puede sino estar privado de aquello que desea. El discurso de Diótima en el mismo diálogo presenta la tesis de que la belleza no es algo que pueda ser poseído; la belleza es la frágil participación en lo eterno, es el espejismo que ayuda a escapar de lo mundano mientras aspira a la inmortalidad, la defensa que protege al sujeto en su relación con la muerte. Esta Diótima que introduce el tema del amor no como un dios sino como un daimon se halla tras la inquietud de Ortiz-Osés y su insistencia en la tradición socrática: “En nuestra cultura occidental la gran sublimación del amor comparece con el Sócrates platónico y su visión o versión sublimatoria del eros”; en esta perspectiva “el amor inspira nuestra vida con un entusiasmo divino, como reconocían los sabios griegos, amplificando nuestra vivencia en convivencia y experiencia límite y radical . . . Por el amor el demon o demonía de nuestra vida se convierte en duende o ángel según los casos”. Obras modernas como Muerte en Venecia de Thomas Mann, situada en una ciudad tomada por la peste, para Ortiz-Osés no son “sino la representación moderna del Simposio socrático-platónico, en el que reaparece de nuevo un amor íntimo y cuasi femenino, sublimador del eros turbulento”.

Invocar la figura de Sócrates conlleva prestar atención a las relaciones de transferencia entre el maestro y su “fratria” de colegas y amigos que ven en el viejo filósofo un tesoro escondido. Sócrates les responde que su esencia no es otra que el vacío, la kénosis. La enfermedad, el fármaco letal, la responsabilidad hacia los jóvenes son al final los daimones, los mensajeros enviados por los dioses para que el maestro imparta sus lecciones sobre el amor y el deseo. Una vez más Ortiz-Osés asumía plenamente su rol en Zaragoza: enseñar los difíciles secretos del arte de vivir y morir. Era el último regalo que le quedaba: encarnar la figura de un Sócrates sobrio que, lejos de efusiones radiantes, se sentía fracturado y feliz mientras nos hablaba de más allá de la muerte, con la ambivalencia del sujeto como única verdad, poseído por la indigencia y la virulencia del amor.

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