Duende y daimon: lo demónico

Lo demónico está entre lo inmortal y lo mortal:
es el enlace que une la totalidad.
(Simposio de Sócrates-Platón).

En esta ocasión quisiera considerar el mundo, su duende o daimon y la trascendencia. Sospechamos que entre el mundo inmanente y su apertura trascendental, cohabita un duende o daimon determinante o destinal, un espíritu elemental que preside el ámbito intermedio de lo humano, precisamente mediándolo o intermediándolo sutilmente, así como recreándolo dialécticamente. En el fondo duende y daimon encarnan la energética ambivalente del universo, y en el trasfondo la propia daimonía o autocreatividad del universo diverso y aun contradictorio, pero entrelazado radicalmente. Esta es la cuestión radical de una filosofía radical.

El daimon une y separa todas las cosas en una realidad articulada por la complicidad de lo demónico a modo de trascendencia inmanente. En el duende demónico está en juego el juego y su conjugación vital (ludus vitalis) y, por supuesto, mortal. Por eso lo demónico es el objeto y sujeto que estudia la ciencia sin saberlo, ya que busca el quicio o gozne entre la necesidad y el azar o libertad, lo material y lo anímico o espiritual, el inconsciente y la consciencia, el cuerpo y la mente, la inmanencia y la trascendencia. En el Círculo Eranos, M.Eliade planteó lo demónico al estudiar el mito eslavo de la creación del universo a dos manos o dúo: Dios realizaría el plan ideal o espiritual, mientras que el diablo realizaría el plan técnico o material. Es la Gnosis o idea que late en el pensamiento contemporáneo.

Por eso en Goethe lo demónico no es demoníaco o diabólico ni divino o angélico, sino su mediación ambivalente. Por lo mismo implica medialmente los contrarios, el bien y el mal, la vida y la muerte, eros y thanatos, el amor y la muerte. Manuel Torres asociaba con García Lorca el duende o daimon a los sonidos negros típicos del flamenco, un eco de lo destinal, tal y como podemos hoy escucharlos en la versión demónica de “Lágrimas negras” por Diego el Cigala y Bebo Valdés compulsiva y convulsivamente.

El duende o daimon resultan oscuros y aún kafkianos, porque conducen la realidad hacia una situación abismática, pues según Kafka la verdad es siempre un abismo. Ya Heráclito pensaba que el estar o estancia propia del hombre es lo demónico. Por ello hay una inteligencia demónica que, como la de Nietzsche, contrapuntea lo apolíneo puro con lo dionisiano impuro, así como el poder fáustico con la potencia mefistofélica.

Según el sabio Paracelso el duende o demon es un espíritu elemental o potencia radical, pero mortal como el hombre, aunque renaciente por su transmigración (metempsícosis). Se dice que no tiene alma, yo diría porque es “alma” o anímico, humanoide, tal y como comparece numinosamente como espírítu encarnado, personalizado en Sócrates como numen interior o como presencia arquetipal en Jung. El duende o daimon ofrecen pues una versión personal y también transpersonal, proyectando una franja implicante de sentido y sinsentido, de lo sagrado y profano, lo fascinante y terrible, lo bello y lo siniestro. El dios Abraxas es el daimon de estos contrastes de lo positivo y lo negativo, del bien y del mal, de lo bueno y de lo malo.

Así pues, lo demónico se destaca de lo demoníaco y apunta al duende o daimon. Franz Kafka hablaba de lo demoníaco en las máquinas y en la burocracia que le atormentaba, mientras aspiraba imposiblemente a la felicidad simbolizada por el dios o daimon del hogar, o sea, por el duende, el cual cobra en el autor el aura de la fratria compartida, la autocreación del hombre como humano. En efecto, frente a la divinidad que sobrevuela la realidad, el duende o daimon está más cerca del “demos” o pueblo: que no en vano ambos son producto de una literatura más popular, asumiendo el politeísmo frente al Dios único o monotético. El propio Sócrates, como dice W.Burkert, es condenado por no creer en los dioses oficiales o establecidos de la ciudad, sino en lo demónico plural y abierto.

El eros o amor suele fungir clásicamente como el duende o daimon de nuestra existencia, nuestro modo de ser, lo demónico encarnado, por su carácter de mediación cuasi sagrada, a la vez inefable y falible. El amor no tiene remedio, dice el cantautor y poeta Luis Ramiro, yo diría porque es precisamente el remedio, ocupando ese medio oscilante entre los extremos de la felicidad y la infelicidad. Proyectando una especie de fratria, ya que amar es “cruzar la frontera del otro”, el cual es descubierto como un alter ego u otro yo fratriarcal. El duende del amor acabaría en un naufragio, pero un naufragio compartido y, por tanto, salvador: es el encuentro radical entre el amor y la muerte, simbolizado por su junción (que yo he denominado “amors”).

En el Simposio de Platón el amor es el daimon que intermedia hombres y dioses, lo mortal e inmortal, aunque el amor platónico sobrevuela la realidad. Frente a ello, nuestro amor demónico implica la realidad opaca, como dice Luis Garagalza, buscando el alma perdida para compartir el naufragio con el otro en la fratria, encontrando en medio de lo oscuro lorquiano hilos de fósforo y luna: la realidad lunar y no meramente solar, la sombra implicada en la luz, el drama del contrapunto.

El juego del duende sería tragicómico, dramático o tauromáquico, pues la verdadera lucha es con el duende que, según nuestro Lorca, hiere mortalmente y, por tanto, inmortalmente. El duende es el sentido demónico de la existencia, el sentido como comezón y no como comedura de coco, el sentido desgarrado de sinsentido, la vida en danza con la muerte. El duende español empalma contrapuntísticamente con el daimon europeo, más crítico o ilustrado, configurando ambos lo demónico como un arcoiris ensombrecido, cuyo símbolo místico es el ser no-ser o nada del maestro Eckhart, el Mefistófeles que hace el bien a través del mal (y viceversa), o entre nosotros el amor herido o vulnerado de Juan de la Cruz.

No extraña que el duende o daimon aparezca en toda su crudeza en la enfermedad como experiencia de la sombra y lo sombrío, del límite y la frontera de lo lunar paciente (luna patiens). La enfermedad nos aboca al límite mortal a través de un descenso a los ínferos, acompañado de caídas e inmersiones en la impura contingencia. En la enfermedad el duende baila sobre la tumba abierta, mientras el daimon señala la perspectiva del más allá tenebroso.

Duende y daimon median así entre la vida y la muerte, abriéndonos a la otredad radical. Reaparece en este contexto entre duende y daimon la arcaica figura del dios transeúnte y transitivo Hermes, el dios de los caminos y fronteras, el “psicopompos” que conduce las almas al más allá o mejor al más acá o interior (el Hades como inframundo o intramundo).

Sin embargo, duende y daimon son seres de trascendencia (inmanente), los únicos seres que conocen el más allá y el más acá, seres trascendentes encarnados inmanentemente, seres que conocen ambas orillas. Su mensaje es por tanto sibilino y personifican la ambivalencia de la existencia y la ambigüedad de la vida, la dualéctica de los contrarios y la coimplicidad de los opuestos, la oscilación esencial de la existencia. La filosofía del duende es una filosofía de la complicidad, y la filosofía del daimon es una filosofía fronteriza, como diría E.Trias, el cual por cierto ya conoce lo transfronterizo (que coexiste en nuestro mundo, pues haberlo, haylo).

Duende y daimon son por tanto seres transitivos de ida y vuelta, cuya figura convoca el entreser y el entredós -la coimplicidad del universo unidiversal, su relacionalidad de fondo y el simbolismo que sutura lo real duendística y daimónicamente. Por eso el ser heideggeriano, arquetipo del sentido existencial, simboliza radicalmente lo demónico a modo de acontecimiento apropiador (Er-eignis) de todas la realidad en su transrealidad. Sin embargo, nuestro A.García Calvo interpreta el ser en general como nuestro modo de ser particular o carácter (ethos), que en la tradición heraclitiana sería nuestro auténtico destino (daimon).

A nivel tradicional de cultura popular, duende y daimon tienen que ver con el destino y lo destinal. Del duende se dice que nos rodea o ronda, y del daimon que nos acucia o destina. Se trata del destino ontológico revertido por el hombre en destinación antropológica, a través de una torsión o quiebro del propio humano. De modo que hay camino y se hace camino al andar, hay caminos que nos caminan a-priori y que hay que encaminar a-posteriori, hay destino impersonal y destinación personal de ese destino ciego a trasfigurar. Duende y daimon simbolizan siquiera oscuramente el paso o tránsito del destino inhumano a su destinación humana.

Este paso o traspaso cultural del destino prehumano a su destinación humana se realiza a través del simbolismo del duende transmutador y del daimon metamorfoseador. En este sentido duende y daimon son símbolos del símbolo, simbología transformadora de la realidad bruta en surrealidad humana, a través de la sutilización y la sublimación. Otra vez Hermes, pero el Hermes Trismegisto de la alquimia simbólica, personifica la transmutación simbólica como transmutación o transmigración anímica. En la retorta alquímica el destino literal o reificado, cósico o asimbólico, pétreo o mineral, se transfigura en “piedra filosofal”, destinación fluida o fluente, acuática o marina, liquidadora del pasado ahora abierto a un horizonte trascendente, al través paradójico de la muerte del ente clausurado (literalismo) y su abrimiento al horizonte simbólico o trascendental del ser. Lo demónico abre pues una crisis en lo establecido, y por eso resulta crítico.

En este contexto, el tiempo es el gran transformador. Como decía Groucho Marx, el tiempo convierte lo trágico en cómico mediante el humor (sin duda negro). De este modo, el tiempo comparece como un duende humoroso y un daimon venturoso, porque nos acaba conduciendo al otro gran valle a través de la valla mortal: al valle de las lágrimas evaporadas. El tiempo dice pues embrujo, y duende y daimon representan el embrujamiento de la realidad, la cual está presidida en ciertas mitologías por un dios-brujo o diosa-bruja. Así sucede con la ya famosa diosa vasca (Mari), jefa de las brujas o sorgiñas y bruja mayor, numen demónico que vive del sí y del no, o sea, del si-no o destino.

En la inquietante figura de la diosa vasca confluye la arcaica demonía preindoeuropea de oscuro carácter preolímpico, y la figuración del mundo como un laberinto cohabitado por un demon o daimon. Por cierto, el terrorismo vasco fue una regresión matriarcal pro la madre tierra (Ama Lur: terrorismo como terrismo), pero de carácter fálico o aguerrido contra el patriarcalismo franquista. Pero la solución no es la regresión cerrada, sino la retro-progresión (la asunción del pasado abierto al futuro) o bien la progre-regresión (la proyección del futuro asumiendo el pasado).

Así que en conclusión, lo demónico sería en nuestro ámbito cultural una síntesis entre el duende español de vida y muerte y el daimon europeo del bien y el mal. Pero lo demónico sobrepasa el dominio europeo hasta dominar el universo como su radical ambivalencia y su ambigua complicidad: la coimplicidad de los contrarios y la dialéctica o dualéctica de los opuestos. Oriente es pionero con su Tao demónico entre el yin y el yang. Pero la humanidad es el escenario de semejante contra-dicción de la realidad y de su lucha o polémica abierta (pólemos).

En definitiva, lo demónico sería la versión heterodoxa de la ortodoxa visión del mundo como “contingencia”, la cual significa complicación, algo que puede ser o no ser, que puede ser esto y aquello, abierto a lo contrario de lo que es. He aquí la clave radical de nuestra existencia en el mundo: apertura trascendental frente a la cerrazón inmanental (inmanentismo), así como apertura inmanental frente a la cerrazón trascendental (trascendentalismo). Propugnamos una dialéctica polémica o demónica de los contrarios, a la que llamamos “dualéctica”. En nuestra correlación interhumana, yo ya me tengo: el otro es el/lo que me falta; por eso un partido político es una parte del todo y no el todo, frente a todo totalitarismo.
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