Beatificación de los mártires de Servilla.
Manuel González-Serna González y compañeros mártires: 10 sacerdotes, 1 seminarista y 9 laicos.
| Pablo HERAS ALONSO.
Vaya por delante que nadie es quién para poner objeciones al modo como la Iglesia honra y ensalza a sus egregios fieles por la vía de exaltación consagrada, la de hacerlos santos, con todo el prestigio que antaño tenía tal distinción. Cosa bien distinta es pararse a pensar en lo que lleva consigo este ascenso cualitativo, su divinización: milagros supuestos, seguridad de que están en el cielo, loas litúrgicas, demanda de intercesión, patronazgo de lo que sea, procesiones e invocaciones y cosas por el estilo. Una parafernalia difícilmente admisible.
Hoy, beatificación y canonización han sido procesos y productos que han quedado bastante devaluadas: ya no es lo mismo pensar en San Benito de Nursia, San Agustín de Hipona, San Antonio de Padua o Santa Teresa de Jesús como referirnos a San José Mª Escrivá, marqués de Peralta o San Juan Pablo II, el primero canonizado gracias a las grandes sumas de dinero aportadas y el segundo porque así convenía a la buena imagen ante la plebe crédula de la Iglesia con aquello de “santo súbito”. La lejanía engrandece a unos y la cercanía pone a los otros en su sitio.
De la turba de “canonizandos” la Iglesia destaca a quienes dieron su vida por la fe, los llamados mártires (del griego “martüs, mártüros, “testigo”). La Guerra Civil española fue un venero abundante de ellos, ya son cerca de 2.200 los beatificados o canonizados. El próximo 18 de noviembre, otros 20 más, aunque todavía en el proceso intermedio, su beatificación.
Según el arzobispo de Sevilla y refiriéndose a estos 20 mártires, “por la fe los mártires entregaron su vida como testimonio de la verdad del Evangelio que los había transformado y hecho capaces de llegar hasta el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores”. Recojo datos de los futuros beatos en este enlace: El P. López Teulón analiza la reciente beatificación de 20 mártires andaluces, que sumarán 2128 en total (infocatolica.com)
El motivo aducido: dieron su vida proclamando y defendiendo su fe y perdonando a sus verdugos. Nadie se lo niega, aunque alguien de estos pagos blogueros expresó de forma socarrona otro motivo: santifican como mártires a muchos que no pudieron o supieron esconderse a tiempo. Otros dirán que es una buena manera de sacar astillas del árbol caído para mitigar el frío social que hoy padece la Iglesia española.
¿Cómo juzgar este pasado denigrante? ¿Cómo consignar motivos? Lo primero que hay que decir una y mil veces es que tales muertes las propiciaron individuos o grupos bárbaros y salvajes que luego buscaron motivos para justificar lo injustificable, sus asesinatos. Nunca se puede justificar un asesinato. Hay homicidios, por supuesto, debidos a factores múltiples como accidentes, defensa personal, descuidos, etc. Son homicidios, no asesinatos.
Algo que jamás debió haber sucedido, ni siquiera dentro de un ambiente social desquiciado como fue la Guerra Civil, lo propiciaron, primero, la ausencia y descontrol de la autoridad nacional; la barbarie, la crueldad, el salvajismo con que se expresan los instintos más bajos y hediondos de ciertas personas; también, por supuesto, la incultura de que hicieron gala tales salvajes. Jamás debió haber sucedido esto.
Dicho lo cual, ¿por qué tal vesania se cebó especialmente en el clero y en los religiosos? Es bien sabido y constatado que de las ideas surgen las acciones. Si no hay un caldo de cultivo previo, no crecen los parásitos ni las bacterias. La primera parte del libro “Historia de la persecución religiosa en España. 1936-1939”. BAC 204, de Antonio Montero Moreno 883 páginas explica ese caldo de cultivo que la II República produjo: leyes anti religiosas, fomento del anticlericalismo y su laicismo agresivo. Añádase a ello la secular animadversión de determinadas capas sociales estrujadas hasta la miseria por la alta sociedad y el determinismo religioso predicado en las iglesias con aquel “bienaventurados los pobres”, etc.
Y en este mefítico ambiente político estalló la sublevación militar con su secuela de Guerra Civil. El descontrol de las primeras semanas dio lugar a revanchas seculares, venganzas y desquites varios. Las hordas republicano-marxistas conocían de sobra a quienes eran sus enemigos seculares, los “meapilas” y sus mentores; además, veían en la Iglesia una aliada de los sublevados; por otra parte, se cebaron en los más fáciles de capturar, curas y frailes.
Hay también y por otra parte, motivos muy enraizados en la sociedad, motivos seculares de odio y rencor que salieron a la luz cuando el clima político les fue propicio, motivos resumidos en la opresión secular ejercida por la casta religiosa, el clero y frailes y monjas que se habían enseñoreado de las conciencias y de la sociedad y, cómo no, de su trabajo y de su dinero.
Los pillaron desprevenidos. Creemos adivinar que no pensaron que “las cosas” pudieran llegar al grado que llegaron. Ese exceso de confianza --¿cómo venís a por mí si en este pueblo me quieren?-- fue la perdición de muchos. Sucedía, por cierto, que esos verdugos no solían conocer a sus víctimas, venidos en hatajo de la ciudad o de pueblos aledaños. Hubo quienes pudieron esconderse, pero los piquetes homicidas encontraron a la mayoría en su “puesto de trabajo”. Otros, escondidos en casas de conocidos y amigos, fueron delatados.
¿Podemos decir que murieron por defender su fe? Sinceramente no. Ya hemos enunciado lo que sucedió en un principio: los consideraban vinculados a los sublevados; el odio incubado durante siglos de ciertos sectores de la sociedad hacia el estamento clerical; su indefensión les hacía presa fácil; muchos no pudieron o no quisieron huir, fiados en la confianza de su arraigo social; fue también una revancha contra el más débil por la vesania ejercida por los sublevados en los primeros días del alzamiento.
¿Defensa y proclamación de su fe? Sí, pero más cierto es que proclamaron su fe cuando ya veían su muerte como indubitable. No participamos de lo que arzobispo de Sevilla afirma. Tales mártires no murieron por su fe, aunque en sus últimos momentos sí dieran testimonio de ella. Fue como su último refugio consolador. Creo que hay que poner las cosas en su sitio: las palabras que hoy ponen en su boca dan de lado la situación previa a su detención y a su sino final.