Cataluña, España y la navegación del clero.

¿Desde hace cuántos años Cataluña no ha dejado de aparecer a diario en los noticieros? Y, lo más triste, en ninguno de ellos ha sido para alabar esto o lo otro, que todo han sido noticias adversas, hirientes, molestas, disgregantes y similares. También en cuestiones relacionadas con la religión. 

A diferencia de los estados, la Iglesia no cambia, eso es lo bueno que tiene. Por eso es eterna.  Dado que no entra en nuestro ánimo loar las virtudes de una institución que nunca ha sido lo que parece ni jamás se ha mostrado como dice que es, tómese la frase anterior como invectiva sarcástica. Y si alguien quiere aprender, que deduzca de su “comportamiento” en Cataluña. 

Decimos que la Iglesia no cambia.  No cambia porque desde sus inicios ha hecho suyo el fenómeno de adaptación al medio ambiente con que ya la naturaleza ha dotado a determinadas especies tanto para la pervivencia de sus individuos como para una más efectiva labor predatoria: el mimetismo (del griego “mímesis, miméseos”, imitación).  Se podría emplear el término más descriptivo aunque no homologado de “camaleonismo” quizá por desconocimiento del concepto más genérico de “mimetismo”. Esta facultad no es privativa de los camaleones: también las serpientes, los saltamontes, la “mantis religiosa”, las aves (panza blanca, lomo azulado)… También los soldados han adoptado esta guisa. 

La Iglesia sabe navegar en todos los mares: es la barca insumergible de Pedro, es el arca de Noé en cuyo vientre se encierra el mundo entero.  En tiempos de debilidad –siglos I y II—predicaba el amor fraterno; en tiempos de bonanza, su teología justificaba el poder, incluso la tiranía, y se aliaba con el más fuerte (esperando siempre a que el vencedor quedara definido); en tiempo de poder absoluto, los siglos conocieron su mano de hierro, la coerción, la Inquisición, la intolerancia, el Syllabus, la infalibilidad... En los nuestros, en que ve cómo su horizonte vital se achica, alza los estandartes del irenismo (del griego “eirene”, paz),  del ecumenismo, predicación de la justicia social, del salario justo, la libertad,  el “amor” a los pobres, la tolerancia y eso de que “la fe no se impone, se propone”… 

¿Es censurable tal actitud vital? Podría parecer que no hay nada reprochable en ello, porque es una cualidad de la naturaleza. Pero…  los humanos preferimos ver la cara del que nos habla. O lo que es lo mismo, necesitamos que los hechos se correspondan con las palabras, rehuimos la hipocresía (término sinónimo, en las relaciones humanas, de “mimetismo”).

 La Iglesia ha hecho secularmente de tal arte su hoja de ruta, su rumbo, su singladura. Cierto que no es su finalidad la de enmascararse para ejercer sus funciones, pero sí es su medio para conseguir fines no tan santos como podría parecer.

 Este es el caso de la Iglesia catalana.

 Volvamos grupas sobre un aspecto conexo con tan largo exordio. Bien pasados los treinta años, una generación, llevan los dirigentes catalanes, no diré intoxicando, pero sí “educando” a sus conciudadanos en una dirección. Se sirven de ellos para esconder sus fines y utilizan al pueblo para llevar a término sus proyectos.

 La “realidad catalana”, como gustan decir quienes invocan determinados derechos, es una realidad bifronte: territorio y población con características específicas, aunque para nada disgregadoras, y, a la vez, parte de un conglomerado suprarregional que conforma la realidad nacional llamada España.  Se puede poner el acento –la educación, la financiación, las exigencias—en una u otra “realidad”. De modo patente y oficial, desde hace cuarenta años los rectores públicos han propiciado la primera opción. ¿Cómo sería hoy la mentalidad ciudadana si se hubiera incidido en la fuerza centrípeta de formar, todos, una única nación? Y nadie se ha preguntado las razones, los motivos y la finalidad de empujar a todo un pueblo con fuerzas centrífugas.

 Algo elemental olvidan aquellos que dirigen los destinos de sus pueblos, cual es el efecto que la manipulación informativa ejerce sobre los cerebros de los discentes, habitantes de esta región geográfica encuadrada desde hace siglos en otra de mayor entidad llamada España. Los habitantes de Cataluña pensarían de otro modo si durante esos cuarenta años la prédica política hubiera sido otra… (Y si los gobiernos centrales hubiesen cercenado expresiones “nacionalistas” desde el principio: agencias “nacionales” de Cataluña de esto y lo otro, de meteorología, orquesta sinfónica nacional, etc. etc.)

 Con seguridad la deriva actual sería de distinto cariz si en vez de subrayar o enfatizar lo que desune –lengua propia, destino propio (inducido), historia propia (tergiversada)-- hubieran centrado sus esfuerzos en resaltar y subvencionar lo que de común tienen con el resto de los españoles, que es casi todo. A la sangría de mentalidades se unió la sangría económica que todo ese tinglado ha propiciado.

 Podrían haber aprendido de la “selección de fútbol” que ha sido algo cuando ha cobrado conciencia de su valía, cuando ha unido en un proyecto común la energía de los distintos clubs de fútbol. Las “autonomías”, que podrían haber vertebrado España poniendo en común lo que es propio, han derivado en reinos de taifas, susceptibles de ser engullidas por cualquier potencia (no se piense en potencia militar o política “ocupante”: hoy día la dependencia económica es otra tiranía y otro modo de colonizar a los pueblos).

 Volvamos al principio y al contrasentido de unir Iglesia con Catalana. ¿Por qué esa Iglesia catalana no hizo suya la universalidad y el catolicismo que dice impregnar su espíritu y se unció al carro de la catalanidad y la nacionalidad? Mimetismo, camaleonismo, expectativas de conseguir prebendas… y así le ha ido y le va: la mayor defección de fieles se ha dado precisamente en Cataluña.  Por ser catalana ya no es Iglesia.

 El panorama eclesial de Cataluña parece un esperpento y movería a risa si no fuera por las consecuencias: cardenales de mente panzuda, obispos oportunistas, curas catalanistas predicando para el parlante catalán, ya en tiempos de Franco franciscanos capuchinos de Sarriá sediciosos, abadías montserratinas que han recabado para sí las esencias espirituales de Cataluña, monjas “forcadianas”, que no saben si es bueno o no para las plantas mear fuera del tiesto, los Xirinachs de turno…  mentes en teoría rectoras que no han visto más allá del corto plazo y se han enganchado al poder.   

 Dado que Cataluña y España tienen más en común que notas diferenciadoras, soy de la opinión de que urge un cambio de rumbo mental, jubilando –o recluyendo en la ergástula — a aquellos dirigentes que, por ansias de poder y de peculio, han secuestrado la mente de toda una generación. Dígase lo mismo de sus dirigentes religiosos.

¿Pero quién ata el cascabel al gato?

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