Falsearon “casi” todo.


Refiriéndonos únicamente a los documentos de la antigüedad relacionados con la falsedad del credo cristiano, los textos destruidos, perdidos o tergiversados son muchísimos. De ello se ha tenido conocimiento únicamente en los últimos tiempos, cuando ha sido posible estudiar con independencia lo poco que queda.

Al saqueo conocido, obra de los bárbaros, hay que añadir incendios accidentales, terremotos, ruina de documentos por obra de la humedad y otros desastres naturales que incidieron en la conservación de la cultura del pasado. También influyó en la destrucción de documentos la invención de la imprenta que sustituyó el papiro por el pergamino, propiciando que monjes “informados”, o sea, fanáticos de la fe en Cristo, realizaran la criba de lo que se podía conservar y lo que había que destruir. Pero a todo eso hay que añadir también la quema de bibliotecas por parte de los cristianos, las persecuciones de sabios y eruditos, los autos de fe, la prohibición de publicar en tales o cuales territorios, el “nihil obstat” e “imprimatur” obligatorios...

Y por si fuera poco, las libertades que se tomaban los monjes al fijar el texto de autores antiguos, agregando o tachando lo que les venía en gana, según el credo o las modas crédulas del momento.

Y cuando se descubre que un texto importante ha sido tergiversado, surge la duda respecto a cuántos de ellos responderán fielmente a lo que el autor primitivo dijo o quiso decir. Sucedió con los evangelios y textos del Antiguo y Nuevo Testamento. Las versiones “fidedignas” de las Escrituras, son hoy multitud.

El monumental corpus doctrinal cristiano, las más de las veces es una elaboración ideológica de determinado momento histórico: se quitaba lo que no interesaba o se añadía lo que el momento demandaba.

Pero no sólo dicho corpus, también entraron a saco en autores clásicos como Flavio Josefo, Suetonio o Tácito donde aparecía el nombre de “cristianos” para hacerles decir lo que ni siquiera habían insinuado.

Tampoco se puede juzgar con criterios actuales lo que aquellos monjes copistas realizaban. Era hábito corriente. Cuando el monje se encuentra con “Antigüedades judías” de Josefo, aquel judío que después de ser apresado y torturado se convirtió en ferviente romano, cuando el fervoroso monje se encuentra con los “Anales” de Tácito y otras obras coetáneas de Cristo o de los Apóstoles, se queda asombrado de que no existan textos que mencionen al salvador del mundo. “No puede ser”, se dice, aquí hay una omisión que hay que subsanar”. Y con toda su buena fe añade un pasaje surgido de su propio cacumen, que sin tergiversar el texto original da testimonio de algo que o se le olvidó al autor o fue suprimido por los enemigos de la fe.

De una primera tergiversación, como decimos, surge la duda si no hubo muchas más. No hay que olvidar que la mayor parte de los textos antiguos fueron copiados por cristianos y suelen ser copias de copias.

Hoy, lógicamente, nos parece una falsificación, una tergiversación del pensamiento original o del relato de los historiadores romanos. Muchas encontramos en la conocida obra de K.H. Deschner “Historia criminal del cristianismo”. Si bien se pueden comprender aquellas prácticas, no así que haya quienes hoy mantengan testimonios falseados.

Nada digamos de los ríos de tinta que se han vertido sobre la figura histórica de Jesús... pero esto ya es un asunto distinto.
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