En el valle de lágrimas hay salvación

Algo en lo que coinciden los tres monoteísmos, el Islam, el Judaísmo y el Cristianismo, es en la utilización artera de la dualidad del hombre. Una presunta dualidad que es ambigüedad en la concepción de la vida, que implica claroscuros en la conducta, indeterminación de la voluntad e inconstancia en las decisiones. Y coinciden porque así es la condición humana.

Separados estos monoteísmos por aspectos dogmáticos, en teoría esenciales, hallan el punto de encuentro en aquello que necesariamente les une, el sujeto paciente de sus “desvelos”, la persona, el homínido.

Por una parte los hombres son seres abyectos, pecadores, desgraciados, perversos, culpables, redimibles... De hecho, y respondiendo a esta concepción del hombre, la vida misma es algo malo, un valle de lágrimas, un intervalo o preparación para otra vida mejor o para el advenimiento del Mesías (en unas religiones será el primer advenimiento, en otras el segundo y definitivo).

Tal concepción procede de la inexplicable y supuesta dualidad que ven en el hombre: cuerpo y alma, materia y forma, füsis y psüjé... donde el cuerpo es lo rastrero por instintivo y que arrastra al espíritu a la satisfacción de los sentidos. Decimos “supuesta dualidad” porque no hay tal, es una tergiversación filosófica más, que no tiene sustancia real pero sí pensamiento impuesto secularmente.

Por lo mismo deben postrarse ante un dios necesariamente airado, un dios celoso de su creación, un dios que los modeló y formó (en el cómo ya no se ponen de acuerdo: del polvo, del barro, de un coágulo, de una costilla...). En postura de oración, la religión incita a hacerlo de determinada manera: como el siervo suplicante ante el amo siempre exigente y malhumorado. Siempre ha sido así, en todas las religiones. Tal concepción, asumida por el hombre, no es otra cosa que la estupefacción ante lo desconocido, ante los poderes de la naturaleza, principalmente.

Por otra parte y para compensar excesos, no fuera que el hombre quedara postrado en depresión existencial, la religión redentora lo eleva de su condición simiesca y animal a la de “hijo de Dios”. Es más, la religión le afirma, le asegura y le dice al hombre que dios se preocupa por cada uno, individualmente; le dice que todo lo creado está a su servicio, que la creación lo fue para él (y así le va a la naturaleza)... ¿Cómo no vivir en una euforia egocéntrica? Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?, afirmación ésta tan bíblica ella.

Cuando esta vivencia se hace humana y se encarna en seres de carne y hueso (con algo de cerebro), vemos cómo las personas religiosas se tornan presuntuosas y pagadas de sí mismas. Este hecho quizá sea el que explica ese desdén de muchos religiosos, segregados de lo mundano, por lo que hacen los “humanos”.

Hasta les cambia la expresión del rostro, manifestando una superioridad remilgada. “Cumplo una misión, la de difundir el mensaje de Dios, indigno yo de tan gran servicio, lo digo con toda modestia y humildad”. La quintaesencia de esta conducta es la de los obispos. Ostentación pública de superioridad, de dignidad, de servicio inalienable, sin caer en la cuenta de una actitud que su mismo Maestro despreció, vituperó y condenó repetidamente en los sacerdotes del Templo.

Esta coincidencia de los monoteísmos responde, como todo en la religión, a estructuras fundamentales del psiquismo humano, que se manifiesta asimismo en la conducta diaria. El hombre, un ser capaz de ser un héroe cuando la circunstancia lo brinda o criminal si llega el caso. Y en la gente “del montón”, los claroscuros en que se mueve la vida de cada uno.

La religión lo entiende todo en esa dualidad descrita arriba: por la parte que corresponde al hombre, un ser pecador y envilecido; por lo que respecta a la religión, un sujeto elevado a la condición de dios, por haber sido salvado o poder serlo gracias a lo que en el cristianismo se denomina “la gracia”.

El hombre es como es, una unidad con escala de grises, proyecto de perfección, vida que siempre se está haciendo. No procede enaltecer ni defenestrar ni lo uno ni lo otro, ni ser vil ni sometida su condición humana a instancias exotéricas. Lo primero, denigra al hombre; lo segundo lo aliena.

Si hablásemos en términos psicológicos, la primera consideración conduce a la ruina del psiquismo, a la depresión estructural; la segunda, al escapismo sin sentido por ser un vulgar mecanismo de sublimación.

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