La Iglesia ante la defección.

No hacen falta excesivos o profundos informes como los que se emiten en sínodos de crisis para concluir que existe, hoy y en el mundo occidental, una fuerte indiferencia religiosa. Pero a la vez, y paradójicamente, una presencia todavía significativa de la religiosidad institucionalizada. Ambas afirmaciones constatan el hecho de existir una religiosidad dual: por una parte, el cristianismo seguirá siendo un referente cultural; por otro, el hecho de que en la experiencia cotidiana, el cristianismo resulta algo prescindible.

Estas tres observaciones constituyen la anatomía de la religiosidad actual en España y reflejan el abandono silencioso de toda referencia a la fe religiosa por parte de un número creciente de españoles, hoy mayoría. A la fuerza lo ha tenido que reconocer la jerarquía eclesiástica: la fe religiosa transita por un lado y la experiencia personal por el otro.

Sobre la presencia de la religiosidad institucionalizada,  da la impresión de que la visibilidad de los creyentes cristianos -situación que va descendiendo en las capas más jóvenes de la población- se ha reducido en tiempos todavía cercanos a los macro encuentros organizados por los movimientos eclesiales o por la jerarquía. Y con este papa y estos obispos, ni eso.

Presencias testimoniales pueden ser la misa en TV2 y alguna otra cadena; campanas dominicales, sobre todo en los pueblos, como quien oye llover; gente que sale de iglesia vestida de domingo; algunas procesiones “de interés turístico”, que ya tiene bemoles la cosa… Esa es la experiencia de la gran masa “incrédula” o “desafecta”.

Pero nada más cierto que esa visibilidad desaparece por completo en la vida cotidiana. Más aún, en la convivencia diaria el creyente se vuelve invisible; da la sensación de que significarse como creyente en la vida cotidiana es socialmente incorrecto.

Hemos vivido en los días pasados el rifirrafe sobre memorias. Primero fue la “histórica”, ahora la “democrática”. Ganas de marear la perdiz y crear tensiones cuando no se sabe hacer otra cosa y querer ocupar espacios que corresponden a los historiadores.

La Iglesia no ha tomado posición sobre las tensiones que ha provocado esa pretendida recuperación de la memoria histórica, y mejor que no lo haga, porque no merece la pena. Lo que sí ha ocupado grandes parcelas homiléticas ha sido el laicismo, la plaga de nuestro tiempo. ¿No confundirán muchas veces laicismo con anticlericalismo? Recordemos ese tópico de “yo creo en Dios pero no creo en los curas”, sin caer en la cuenta de que a Dios lo administran los curas.

Respecto a la necesaria y normal convivencia social entre creyentes y no creyentes,  las comunidades religiosas deberían huir del exabrupto y no sólo se comprometerse a respetar e incluso facilitar la neutralidad religiosa de las instituciones estatales, sino también a no restringir el uso público de la razón de los ciudadanos.

Desde hace tiempo, especialmente desde JP2, el mantra reiterativo es que hay que dialogar y nunca tratar de imponer la propia cosmovisión religiosa en la esfera pública.

Hoy dicen, o más bien reconocen,  que entre la influencia del razonamiento y del convencimiento y el ejercicio más o menos encubierto del poder corre una frontera sutil que la comunidad religiosa no debiera franquear.

Leo en algún lugar: “Reconociendo el derecho de la iglesia jerárquica y las organizaciones católicas dependientes directamente de ella a la utilización de los medios democráticos para manifestar su opinión en la calle, se deberá calibrar con precisión si estos procedimientos democráticos son compatibles con los que se han comprometido especialmente en el anuncio del Evangelio”. De acuerdo.

La Iglesia merecería un capítulo extenso dentro de esas leyes basura de Memoria Histórica y Memoria Democrática, si de memoria histórica realmente se tratara: durante medio siglo la Iglesia ha exaltado a los vencedores de aquella horrible contienda, ofreciéndoles sustrato dogmático para justificar control y potestad sobre las conciencias, también sobre determinadas haciendas. Pero… no caiga en sus garras.

Sí que podría la Iglesia, dentro del griterío político de nuestros días respecto a exhumación de fosas y vuelta a la guerra civil, insistir mucho más en la necesaria concordia de todos y esgrimir eso a lo que siempre se remite cuando de culpas se trata: el perdón histórico, quizá mejor llamado reconciliación, aunque sólo sea por asuntos sobre los que el tiempo ha echado su capa de olvido. Mejor sería que fuera la Historia la que hablase de historias, con sus servidores necesarios, los historiadores. 

Cuestión aparte, y cuestión peliaguda, es el asunto del terrorismo del reciente pasado, que todavía en las consecuencias colea. Y más pensando en el clero anti católico y pro nacionalista, digno de lástima, desprecio y escarnio. Mejor que la Iglesia guarde silencio, no abra la boca y se remita a la justicia. Ya es harto difícil que las víctimas sientan alguna empatía hacia el clero silente y, menos todavía, hacia el clero colaborador con el oprobio en esos tiempos de plomo para unos y sangre para otros. Eso sí, siempre habrá ocasión de que las iglesias honradamente sientan su dolor y se pongan de parte de las víctimas. 

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