La Iglesia también reino secular.

El capítulo V de “Los hermanos Karamazov” de Dovstoievsky, quizá el mejor capítulo del libro,  se publicó más tarde de forma separada con el título “El gran Inquisidor”.  Curiosamente el escritor ubica el relato en la Sevilla del siglo XVI, donde se desarrolla el debate entre un Jesús que se pasea por la ciudad y el Gran Inquisidor. Jesús termina en el calabozo y luego en la hoguera por venir a subvertir el orden que la Iglesia ha establecido durante mil años.

Ya hace días hablábamos aquí de una de las herejías de la misma Iglesia, el Vaticano, por el desafío a una de las grandes afirmaciones de Jesús en el momento crucial de caminar hacia la muerte,  “mi reino no es de este mundo”. Que la Iglesia ha hecho de la capa del Evangelio un sayo a su medida no es algo novedoso. Hay numerosos pasajes en que el Espíritu Santo ha inspirado a la Iglesia para “interpretar” lo que el Evangelio dice, en flagrante contradicción con lo que la plebe  creyente entiende. Lo que la Iglesia es hoy es fruto del flujo y reflujo de su propia historia.

Hoy el laicismo nos lo presenta la Iglesia como enemigo inventado para endosarle al mundo occidental todos los males que a ella misma le aquejan y que incluso ha practicado durante siglos utilizando a los laicos en su beneficio. Parece algo fuerte, pero es la pura verdad.  A la Jerarquía, por causa del hiato Iglesia-Sociedad civil, se le vienen ahora a la boca y regurgita en sus escritos dos palabras demonizadas, destructoras y hasta asesinas de la fe y de la religión: “Laicismo, secularización”. Recomiendo a este respecto leer ahora aquel lejano documento del 23 de noviembre de 2006 "Orientaciones morales ante la situación de España".

Históricamente hablando fue la Iglesia la primera en inventar el término “laicismo” e incluso en iniciar tal movimiento. Ella fue la que le dio forma y quien lo institucionalizó. A pesar de su pretendido “aggiornamento”, el Concilio Vaticano II no se atrevió a demoler la estructura piramidal de la Iglesia, sociedad perfecta. Más perfecta, por supuesto, que la “Sociedad Civil”. Y por miedo a perder autocracia y poder, el gran Sínodo reafirmó y refrendó de facto la ancestral clasificación del pueblo de Dios en tres categorías:

I.- Jerarquía (gobierno sagrado). Su cabeza visible e infalible es el Papa; cabeza “…ornamentada” con la apostólica “tiara”, configurada por las dignidades cardenalicias, episcopales y sacerdotales. Ella es la que piensa, la que enseña, la que decide, la que organiza..., la santa que santifica o condena.

II.- Religiosos: creyentes que se sienten “llamados” por Dios y optan por una “norma” concreta de vida religiosa, fervientes seguidores de los “consejos evangélicos”. Ellos representan el ideal de la perfección de vida por su renuncia a la “carne” (castidad), a los “bienes materiales” (pobreza) y a la “propia voluntad” (obediencia).

III.- Laicos: el pueblo, la grey, el rebaño, los probos y probados “fieles”, sub-ordinados; masa fidelísima, sumisa y escrupulosa cumplidora de leyes y prácticas. Inicialmente, los ignorantes, los incultos, los plebeyos.

El primer estamento monopoliza la autoridad. El segundo, alejándose de la condición de laicos, huyendo del “mundo”, polariza la perfección humano-cristiana. Ambos participan de lo “sagrado”, de lo “segregado”, aunque en diverso rango.  El tercero, el de los “no elegidos”, los que no comparten lo “sagrado”, son los laicos. Con esta segregación, el “pueblo de Dios” se ha visto “apocopado”. Los laicos han quedado reducidos a la categoría de “pueblo”, a secas. De este “ordenamiento jurídico” se deriva una dis-gregación (versus con-gregación) y una exclusión de los laicos en lo que se refiere a la participación en las “tareas sagradas”.

Su función, su ministerio, se restringe a lo profano, a lo mundano. Y hasta con no poca frecuencia llegan a ser instrumentalizados, o sea, ser instrumentos: se les convoca en “consejos” (meramente consultivos); se les anima a participar, a colaborar, a tomar parte “activa” en asuntos eclesiales (con voz, pero sin voto),  siempre dentro de “tareas seculares” (secularización).

De esta manera, se ha conformado e institucionalizado dentro de la Iglesia una especie de “sindicato de clase” que se podría denominar, por analogía, “Laicos por el cristianismo”, o más propiamente, para hacer sustantivo del adjetivo, “Laicismo Cristiano”.

¿Y la secularización? Según el Código de Derecho Canónico, lo secular es un estado, un “status quo”, algo así como una “naturaleza”, una entidad específica dentro de los bautizados que se corresponde con el estamento laico, el nivel más bajo de la pirámide eclesial, por no decir el ínfimo que es como peyorativo.

Prueba de ello: ¿Qué les ocurre a los “ordenados in sacris” que optan libre y responsablemente por el estado de vida matrimonial? Pues que automáticamente, latae sententiae, quedan reducidos al estado laical, o sea, son secularizados. Vale decir “degradados”. ¡Aunque algunos sigan siendo sacerdotes “in aeternum”!

Y así se generaron los lodos de aquellos polvos. La Iglesia de nuestros días y la religiosísima “sociedad nacional católica de antaño, según los jerarcas, “se ven atacadas por el agresivo laicismo radical y excluyente y la alarmante secularización de la sociedad”. ¿Pues no califican al tercer estamento eclesial de "secular" y "laico"?

Y habrá que seguir preguntándose: ¿de dónde salen quienes engrosan e incrementan cada vez más las listas de este laicismo agresivo y quienes se apuntan a tan progresiva oleada de virulenta e insidiosa secularización? Irrefutablemente, del estamento laico de la Iglesia.

En vez de "cría cuervos y te sacarán los ojos", habría que leer, “cría cuervos... ¡y tendrás una granja! A decir verdad, ambos tópicos le son aplicables a la Iglesia, por contumaz.

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