La Iglesia también sufre.

También, fenomenología de la cruz o, más bien, subida al Calvario de quienes sirven a la Iglesia, pensando que ésta es la esposa de Cristo, cuando las más de las veces es la Sociedad Burocrática del Rezo.

Cuestión no solucionada es saber qué se entiende por “Iglesia”. Replican o justifican que Iglesia no son sus sacerdotes ni es el Vaticano... y replicamos que, mire usted, hablamos así para entendernos, porque ya lo sabemos, el cuerpo místico, la esposa de Cristo, la Jerusalén celestial, etc. etc.

Pero cuando en un coloquio alguien dice “Iglesia católica” se refiere a lo que se refiere, no a los currantes de base, los fieles, sino a “la Iglesia”, o sea, el Vaticano, o sea los cardenales, obispos y, más cercanos al pueblo, los operarios parroquiales. Incluso los disciplinantes monásticos. Esa es “la Iglesia”. Y también sus templos, ermitas y cementerios, que son suyos.

Aplíquese lo dicho a eso de que “la Iglesia sufre”. Un espíritu puro como podría ser Iglesia, sinónimo de cuerpo místico, no puede sufrir. Son sus miembros, o sea sus curas, preteridos, perseguidos, vejados o asesinados en multitud de lugares de la Tierra.

Y cuando la incardinación social del currante parroquial se produce en una sociedad como la nuestra, en paz y entregada al trabajo del que viven, el sufrimiento de esa Iglesia de base es de otro carácter, aunque bien distinto al que en los miembros de la sociedad civil se da.

Ciertamente la mayoría de los operarios de la mies acepta de grado su misión, aunque sabemos, porque muchos de ellos así lo manifiestan, que “no es oro todo lo que reluce”; que los que se mantienen, deben luchar a brazo partido por perseverar en la misión que eligieron y dentro del status social en que viven.

Es el sufrimiento del propio yo, una vocación enfrentada a su destino, a su situación, a sus pulsiones, a sus deseos frustrados, a sus proyectos truncados, a veces a la inanidad del esfuerzo que realizan, cuando no a la incomprensión de la vecindad que no valora ni estima, según su pensamiento, la impagable aportación que la sociedad recibe.

Lo quieran o no confesar, también sufren lo que algunos han definido como “vacío del corazón”. En la soledad de la noche, en sus paseos en solitario, incluso en el recogimiento espiritual, sienten en lo más profundo que les falta compañía. Y se perciben no diríamos rotos, pero sí frágiles y expuestos. Y meditan en aquello del Génesis, lo que el mismo Dios percibió en el Edén al mirar a Adán: “Y vio que estaba solo”.

Sería fácil y hasta tópico decir que es entonces cuando vuelven los ojos hacia el elemento femenino con el que frecuentemente tratan: catequistas jóvenes que laboran en la parroquia, secretarias del despacho parroquial, las que se ofrecen para leer en misa o escribir “moniciones”, monjas con las que disertan sobre ideas místicas, incluso mujeres que acuden a ellos reiteradamente en demanda de consuelo por su situación desgraciada, sea confesonario o dirección espiritual… Es un reto al que se enfrentan, sobre todo los sacerdotes jóvenes, que pasaron muchos años de seminario sin contacto alguno con el elemento femenino y, como cualquier joven, tienen las hormonas en efervescencia.

Decimos que sería fácil pensar en esa situación, pero no parece que sea ésa la tentación mayor a la que se enfrentan. Y hemos hecho referencia a los más jóvenes, aunque para Cupido, es decir, el demonio, la edad no es obstáculo ni impedimento para una relación amorosa. Tal posible relación sentimental recorre el mismo camino del que, jocosamente y según la copla, recorren los casados tal como aparece en la “Salve”: primero “vida y dulzura” y al final “suspiramos gimiendo y llorando”. En su caso, al revés.

El mayor peligro al que se enfrenta el ilusionado sacerdote, o monje, tiene que ver con su misión en el mundo, letal para él y para quienes conviven con él: el tedio, la desgana, el desinterés por la vida que le ha tocado en suerte; la inapetencia y la desidia por todo lo que es religioso; el no sentir gusto por nada, el desaliento, el no saber qué se está haciendo ni por qué. Algo así como si no encontrara nada con que entusiasmarse, nada que despierte su interés.

Lógicamente, tal estado de ánimo, aunque no sea sinónimo, conduce directamente a la neurosis depresiva. Difícil tarea para él y para quien convive con él, buscar salida de ese pozo.

Y como este comentario me recuerda a un compañero de fatigas escolares, todavía en el estamento clerical, caído en la depresión, dejo lo que sigue para otro día para ponerme en contacto con él. Espero insuflarle ánimos con recuerdos mutuos. 

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