Juntos cantando la alegría

Fue Juan XXIII el Moisés del siglo XX que reunió a los israelitas de la católica Iglesia --Concilio-- y les incitó a cruzar un nuevo desierto, al menos durante los siguientes próximos cuarenta años que podría durar la renovación. Muchos vivimos con júbilo, interés máximo e ilusión aquellos inicios cuasi festivos.

Ya en el inicio de ese ciclo "cuadragintañero", parecía que el catolicismo cobraba una vitalidad nueva, que se amoldaba a los tiempos, que andaba en consonancia con los aires borbollones de la sociedad, que se unía a los desfavorecidos de la tierra, que descendía de las hornacinas para seguir el paso de las plebes hambrientas... Incluso en nuestros días, ha habido un papa que parecía haber hecho suyas todas esas inquietudes, Francisco.

Era el optimismo postconciliar. Eran los cantos previos a la excursión. Pífanos, arpas, guitarras, panderos, adufes, salterios, chirimías... ¡Fuera lo viejo! La revolución de la alegría. No caímos en la cuenta de que, donde entrábamos, era en el desierto propio, el que se estaba formando entre ella, la Iglesia, y la sociedad pujante europea renacida del mayor calvario de la Historia, la II Guerra Mundial. En el momento actual, en su reducto de creyentes fervorosos y tras el citado concilio, ¿han llegado ya a la Tierra Prometida?

¿Qué queda de todo aquello? ¿Quedan siquiera cantos de cisne o son ya vagos estertores? Muchas vueltas en círculo se vieron, “ciudades seculares”, “honrados con Dios”, “muerte de Dios”; mucho diálogo con el marxismo; mucha teología liberadora; mucha "incardinación", incluso obreril; también, viéndolas venir, muchos “caminos”; muchas comunidades neocatecumenales, incluso legionarios, sínodos “renovadores”...

Demasiadas cosas para no aceptar que el glaciar eclesial seguía su lento curso descendente hacia los valles de la vida; que en el mensaje y en la praxis no había novedad alguna digna de subsistir un poco más de medio siglo --demasiado poco tiempo para el "tempus" de una religión--; a la postre, que de todo lo que decían que había, no queda hoy  ¡¡nada!! Ni siquiera mensaje.  Puestos a conceder, quedan "ahí" análisis "con mucha sustancia" de hechos eternos, urdidos con términos novedosos quizá por no querer recurrir a la sempiterna cita paulina. El esfuerzo les dejó sin resuello.

A los "renovados por el concilio",  las dictaduras de todo signo, tanto las hechas por Dios como las que deshacían a Dios, les dieron palos a diestro y siniestro; hoy les llueven zurriagazos desde los mismos bancos conciliares. ¡Conciliares, que no conciliadores! La mayor parte de los antes eximios consultores o prosélitos espirituales, por seguir el halo que emanaba o creían que emanaba del Concilio, han visto finiquitada su vida “profesional” en un afán que no ha servido sino para obligarles a reunir tres tristes trastos y alzar su lábaro en otros parajes. Peor todavía, algunos han derivado en objeto de ludibrio cuando no de befa por parte de aquellos que siempre se han considerado dinosaurios de la fe. De la preñez conciliar, nacieron conciliábulos.

El cristianismo terminó cansado, exhausto, extenuado y debilitado. A mitad de camino, un líder egipcio, trocando jotas por polonesas, pensó que los ajos y cebollas no eran alimento tan malo. El papa polaco hizo mucho por  la Iglesia (júzguese la ironía).  Y concitó a sus huestes a refugiarse en los templos, que se estaban quedando vacíos... y así siguen. Hubo  cierta confusión por su parte, porque no se llenaban las iglesias, pero sí los estadios.

Creídos de que el pasado procesional todavía podía ser respetable, cuando salen a la calle es para pasear, como trofeos desvencijados, vetustos títeres que más mueven a conmiseración que a otra cosa. Dieron de lado a la vida y la vida les ha arrinconado. Y, con el rabo entre las piernas, echaron marcha atrás en busca de las esencias.

¿Pero qué esencias?

Hay en Madrid un Cristo, llamado “Jesús el pobre”, que podría erigirse en símbolo de las susodichas. Debieran llamarlo con más propiedad “el pobre Jesús”, imagen viva de lo que ofrece hoy día la Iglesia, imagen de un cadáver siniestro con apenas cáscara de modernidad, la que otorgan manto blanco y luz en su hornacina.

Es pronto todavía para vislumbrar lo que un nuevo papa, parece que muy alejado de los anteriores, puede proporcionar a la Iglesia sin tener que imitar a Juan XXIII con escenarios conciliares. Quizá su madurez joven esconda savia nueva, sin que sepamos por el momento de dónde surgirá. 

Volver arriba