Modelos de vida creídos.
| Pablo Heras Alonso.
Pensar repetida y obsesivamente en la bondad y cómo llevarla a cabo, en la solidaridad y cómo hacerla realidad, en la ayuda a los demás, en la felicidad, en el deseo de justicia... produce efectos beneficiosos y positivos en el individuo. En la mente, cada uno de estos enunciados no deja de ser un concepto, una idea, pero todas esas ideas, todos esos valores son estímulo para la acción.
Dicho estímulo también puede provenir de la imitación a personas de grandes cualidades, del presente o del pasado. No otra cosa y ni más ni menos es Jesús, un conjunto de ideas/fuerza instaladas machaconamente en los creyentes desde la más tierna infancia.
El Jesús que predica la Iglesia es un conglomerado, un centón, un aglutinamiento, una personificación de cuantos valores positivos encierra el hombre. Sirve para lo que sirve. ¿Personaje de carne y hueso? En modo alguno, dicen unos; por supuesto, afirman los otros. ¿Y eso qué importa?, podrían decir hasta los mismos creyentes. El caso de Jesús queda replicado en muchos otros santos que fueron inventados para enfervorizar a los ignorantes creyentes.
La figura histórica de Jesús ha sido harto discutida, aunque numerosos detalles de los escritos relativos a él apuntan a que “existió alguien que dijo tales cosas”. Más no se puede decir de él, por más que los mil “ratzinguer” se explayen eruditamente en ofrecernos detalles hasta de la ropa interior que llevaba.
Tampoco los Evangelios –esto es algo admitido por todos—se pueden catalogar de históricos, aunque en ellos aparezcan lugares, fechas y personajes perfectamente históricos. Si no se sintieran ofendidos los oídos del piadoso creyente, podríamos repetir aquí las palabras de Piergiorgio Odifreddi: “Creer en Jesucristo es como creer en Harry Potter. Al menos los evangelios de Harry Potter son siete, mientras que los de Jesucristo son cuatro”.
Respecto a la revelación supuestamente divina de los libros sagrados de las distintas religiones, podríamos hasta dudar si Buda, Mahoma, Krishna o Jesús hubieran escrito tales libros por su propia mano. Pero no, que fueron otros los que dicen que recogieron sus palabras.
La soberbia de las religiones verdaderas les lleva a tildar de falsas las creencias de las otras. ¿Dirán los cristianos que El Corán es un libro revelado por Dios, un libro revelado a Mahoma, personaje por otra parte lúbrico y desquiciado? Por supuesto que no. Al menos, dicen, no fue revelado tal como lo fueron el Antiguo y Nuevo Testamentos.
El budismo no tiene un libro específico. Las enseñanzas de Buda fueron recogidas bastante tardíamente tras siglos de tradición oral (los primeros escritos, Tipitaka, fueron escritos 43 años antes de que apareciera Jesús). Hoy los budistas se sirven de “Los Tres Cestos de la Sabiduría” (Tripitaka), colección extensísima de sermones, proverbios y sentencias. Desde luego no son libros históricos. ¿Son libros revelados? Por supuesto que no. ¿Por qué? En este caso falta el elemento histórico concomitante.
El hinduismo dispone de una cantidad muy grande de libros. Más de 200 libros sagrados encuadrados en cuatro grandes colecciones: Rig-Veda, Layur-Veda, Samur-Veda y Atharva-Veda, escritos entre 1.200 y 800 años antes de que apareciera Jesús. Cada uno de ellos dividido a su vez en cuatro secciones: Samhita, Brahmana, Araniaka y Vedanta (Upanishad). Son libros, dicen, que los sabios escucharon directamente de los dioses, revelaciones de los “devas” a los hombres.
¿Cree alguien que tales libros fueron revelados por Dios? ¿Alguien podría decir de ellos que son libros históricos? En modo alguno. Todos esos libros, al oriente de nuestra cultura, son textos religiosos en sentido estricto. Ningún cristiano dirá jamás que son libros históricos como lo son sus Evangelios.
Pues también los Evangelios son libros religiosos. ¿Y éstos sí son libros históricos y revelados? No, no se pueden catalogar de históricos. En ese sentido, si dejamos a un lado los Evangelios, por ser textos religiosos, ¿qué queda de Jesús? Hay leves referencias en otras fuentes, tan leves e indirectas como que muchas de ellas son fuentes apócrifas o que solamente afirman la existencia de cristianos seguidores de un tan “Cristo”. Todo lo más que se puede afirmar de fuentes evangélicas es que pudo haber un predicador en Palestina al que los romanos condenaron al suplicio de la cruz, lógicamente por algún motivo muy serio, como la sedición. Y esto sí sería histórico.
No se puede aceptar, porque no es histórico, que los escritos evangélicos transcribieran lo que un tal Jesús dijo; menos todavía se pueden aceptar como reales los hechos portentosos que describen, los milagros. ¿Qué deducimos entonces? Pues que todo es cuestión de fe, es decir, de creencia, es decir, objeto de la ingenuidad y simpleza conceptual de la gente, muy dada a admitir como ensoñación gozosa todo aquello que salga de bocas eminentes, díganse papas, obispos y curas, “que no engañan ni pueden engañar. Admítase esto último como ironía.
