¿Necesita el hombre a Dios?

¡Qué gran tontería la de Nietzsche al afirmar que Dios había muerto! No porque no tuviera razón, sino porque, a fin de cuentas, su rotunda afirmación era tan gratuita como cualquiera de los que vivían de Dios: argumenta en el mismo plano que los brujos y los sacerdotes cuando afirman que ellos conocen la voluntad y los deseos de Dios. 

El hombre parece que siempre ha necesitado a Dios: esa es la constatación que se deduce de la presencia de Dios en la historia. Dios, la religión, las sociedades sacerdotales... siempre han estado ahí. 

Pero no es cierto que el hombre haya tenido necesidad vital de Dios, aunque haya prevalecido la idea de un Dios necesario a la razón, a la sensibilidad, al sentimiento, al funcionamiento del mundo... Insistimos: no es cierto. Dios siempre ha sido una “opción”, bien que la mayor parte de las veces impuesta. Y ante esa opción siempre ha habido pensadores y gente innominada que se han opuesto a aceptarla. Opción que, aunque ha sido impuesta por mentes y jerarquía interesadas, sin embargo aparece una y otra vez rechazada por pensadores “de fuste”. 

Sucede que el pensamiento vertido en libros, escritos y testimonios de quienes se han alzado contra tal imposición han sido barridos por el poder de todas las religiones y apenas si puede rastrearse su rodada en referencias de aquí y de allá, en restos de escritos, en reseñas, en citas, en apologías “adversus hereses”... 

Ya de hecho cuando Dios, o el dios, se convierte realmente en algo opcional comienza el declive del mismo, se inicia el fin del culto. De ahí que fuera imposible, durante la mayor parte de la historia de la Humanidad, tener “opción” a ello. Dios era una imposición, no una opción libre. Imposición incluso política. 

A la par que dicha imposición, incluso a la par que su aceptación por el vulgo que traga con exigencias de otros “por su bien”, siempre han existido los heterodoxos, los disidentes, los escépticos, los opositores. Perseguidos, denostados, excluidos, raídos... siempre han existido. De hecho, puestos a ser benévolos con el vulgo y concediéndole su parte alícuota de “sensus commnunis”, la gente ha vivido y vive en su vida corriente y cotidiana como si no hubiese necesitado o no necesitase a Dios. 

Dios se hacía presente cuando lo hacían presente: fiestas y más fiestas, patronos y más patronos, vírgenes sobre vírgenes, milagros y más milagros, procesiones y romerías, bautizos y funerales... Pero en el laboreo diario, en las conversaciones, en el tráfico mercantil, en los asuntos judiciales... Dios, como mucho, era una mera referencia extrínseca. Se imponía la razón y lo razonable. Es más, la sociedad siempre ha vivido el hecho religioso como una imposición que, en algunos periodos o momentos, llegaba a ser insoportable. De ahí las frecuentes explosiones anticlericales.

Es en nuestro tiempo cuando el pensamiento liberado, incluso “anti”, ha comenzado a hacerse oír. Cuando la libertad de conciencia y de expresión, regadada muchas veces con sangre, ha dejado oír su voz. O cuando la indiferencia se ha instalado en el orden íntimo de la sociedad.

¿Quién iba a osar alzar su voz disidente cuando mentes tan preclaras como Sócrates o Séneca eran condenadas a muerte por incitar al escepticismo y a la impiedad? “Si eso hacen con el leño verde...”. A la fuerza miles y miles, millones y millones de personas tragaban con lo que fuera con tal de salvaguardar el único bien que consideraban suyo, la vida.

El monopolio de la fuerza, usufructuado por santas manos, lo han ejercido desde los sacerdotes de Amón-Ra en Tebas hasta Calvino en Ginebra o hasta Baron Samedi en Haití. Les cuesta reconocerlo porque no quieren bucear en su propia historia, pero así ha sido durante milenios. 

¿Qué podemos pensar de todos estos crédulos que hoy se nos acercan con el Espíritu Santo en la boca, luciendo su sonrisa más obsequiosa, tendiéndonos la mano cual comerciantes de bazar sabiendo lo que sabemos de cómo han sido en otros tiempos?  “Vade retro, Sátanas”, podríamos decir. 

Y ofrecen consuelo, hablan de solidaridad, alardean de obras de misericordia, muestran a la sociedad sus incontables centros de beneficencia, cuando exhiben sus centros de enseñanza o de sanidad como modelo de excelencia... ¡Si no supiéramos el trasfondo que esconden! 

Bueno, sí lo sabemos, porque hoy día las mezquitas son todo eso y más.

 Por eso y por mucho más, tenemos todo el derecho del mundo a recordarles su historia de brutalidad, brutalidad ejercida a diestro y siniestro cuando se sentían fuertes, cuando hacían sus ofertas a gentes imposibilitadas de rechazarlas, olvidando que, con la vida, la libertad es otro de los bienes preciados del hombre.  

 Ése es el fastidio que sentí hace años al oír en Cuatro Vientos la proclama lanzada a voz en grito por el Gerifalte Mayor, JP-2: “La fe no se impone, se propone”. ¡Habrase visto embustero mayor!, dije para mis adentros. En ese momento sentí el borboteo maloliente de toda la historia de la Iglesia.

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