Ra, Zeus, Júpiter... Dios.

Cada uno de esos dioses con sus millones de seguidores, adoradores y suplicantes. 

Tengo pegados a la oreja, a diario, dos “conciencias de la credulidad” que no cesan de advertirme cosas elementales como aquello de ¿cómo lo sabes? o algo más general y cáustico cual es mi ignorancia, cuando no el no saber escribir. Y, “a la mía fe”, que diría Juan del Enzina, que cuando siento tales dardos o punzadas críticas... pues que me siento ignorante y hasta repaso escritos buscando errores de bulto, sintácticos, ortográficos o estilísticos. Y hasta consulto el Miranda Podadera. 

Pero aun sintiéndome ignorante, no creo que lo sea tanto como para no poder revivir el pasado constatando hechos. Y ya no me refiero a hechos sangrantes como persecuciones religiosas o pederastias seculares. No. Voy más al fondo del asunto.

Y el asunto estriba en que, cuando se acepta un punto de partida, un principio incuestionable, lo que venga después necesariamente debe aceptarse como derivación obligada. Los crédulos doctos esgrimen argumentos al revés: a partir de la infinidad de “logros” producidos por la credulidad concluyen lo que concluyen, cual es la necesidad de un principio que ha propiciado con su influjo, su “gracia”, todo el conglomerado crédulo.

Algo así como este contundente argumento: ¿cómo no  va a existir Dios si le hemos construido esta catedral? Digo lo de esgrimen argumentos por ver si convencen al incauto que se les enfrenta, aunque en su cacumen quizá averiado ya presuponen, aceptan y dan por sentado que su principio es indiscutible. Tal principio no es otro que la existencia de Dios.

Vaya por delante que no puedo creerme superior a aquella élite griega o romana que también pensaba en sus propios dioses haciendo crítica de supersticiones populares y creencias del vulgo, sabiendo que la inmensa mayoría del pueblo griego y romano creía, confiaba y rezaba a sus dioses, esperando de ellos la “salvación”. Dígase lo mismo del pueblo egipcio, regido o guiado por la poderosa casta de los sacerdotes de Amón (durante un tiempo el monoteísta Atón).

Si ellos, superiores en pensamiento a cualquiera de nosotros, ponían en solfa a tales dioses olímpicos ¿por qué a nosotros se nos niega tal beneficio? Pero no es tampoco éste el asunto que más importa.

Aunque sí se mantienen otras deidades en religiones coetáneas a nosotros, como el hinduismo, si damos un salto al pasado, la mayor parte de las creencias o religiones pretéritas han seguido la senda del olvido o al menos la preterición. Ahí tengo el libro o catálogo de religiones, pero no es cuestión de rememorar o hacer un repaso de lo que está en la mente de cualquiera que tenga un mínimo de instrucción: la mayoría de religiones ha desaparecido.

He puesto en el título Zeus, Júpiter, Ra… pero la lista podría llenar varias páginas, terminando con los dioses familiares de los romanos en que quizá más confiaba la plebe creyente. ¿Alguien reza hoy a tales dioses? ¿Motivo? Sencillamente porque advino otra que les aplicó el detergente, quedándose ella con el santo y seña de todas sus metamorfosis. Unas religiones desbancan a otras, ley de la selva depredadora.

Ellos veneraban a Osiris; los nuestros veneran a Dios Hijo; ellos se encomendaban a Apolo o Dionisos, los nuestros a Cristo Redentor; ellos acudían a las maternales Gea, Deméter, Astarté, Isis, Inana, incluso Venus o Parvati; entre nosotros, ¿cuántas denominaciones agrupa María, la madre del Salvador? Y todos, los antiguos y los actuales, tan piadosos y rezadores.

Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, esta tríada consustancial,  ¿no llegará a tener el mismo destino que esos dioses del pasado, tan populares y tan ritualmente venerados? ¿No podemos pensar que todos tienen la misma volatilidad para quienes piensan y comparan?  Para un creyente piadoso, lo mismo fue Krisna que hoy lo es Cristo.

Desarraigado el principio, el resto que de ello procede, el descomunal resto que conforma el tinglado de la fe, termina en museo, folklore o turismo. Y está sucediendo. En primer lugar, ya grandes capas de población occidental  desconocen la doctrina; otros hay que dicen que por no ir a misa no pasa nada, es decir, proscriben el rito vacío;  y, finalmente, un tercero más radical da de lado a tanta creencia que, pensada, resulta absurda. Y no pasa nada.

Eso para quienes van podando el árbol de la credulidad. Otros más radicales, que no ATEOS porque reconocemos su existencia, ponemos al Dios trino-principio de todo en el lugar que le corresponde, definido como “consenso universal de deseos”. 

Sin embargo, defenderemos que nada de tales logros se destruya y menos que se persiga a sus prosélitos.

Volver arriba