Sensaciones raras

En mi pueblo apenas si el invierno hace un recuento de cuarenta personas. De cada una de ellas podemos decir algo, comenzando por sus antepasados, y podemos iniciar o reanudar una conversación quizá dejada sin concluir hace una semana.

Obligado por lo que sea he tenido que acercarme a la ciudad, que lo es también del invierno.

Voy en el “Metro”. Me he acomodado como he podido después de tres paradas de pie. Frente a mí una mujer que no llega a los cuarenta, puede estar más cerca de los treinta. Tiene la mirada perdida. Los rasgos de la cara son hermosos, pero es un rostro que comienza a alargarse hacia abajo cuando le invade la seriedad del momento.

-Me gusta ese anorak que lleva.

-Pero esos calcetines de colorines a rayas siempre me han parecido diseñados por un payaso.

-¡Cuántos anillos! Uno de ellos indica que está casada. Sí, tiene todo el aspecto de estar casada.

- No ha levantado la cabeza a pesar de que sabe que la estoy mirando. O quizá no. Eso se nota. Y más una mujer, pendientes como están todas de si las miran o no.

- Pero ésta es especial. No levanta los ojos. El rictus de los labios indica agotamiento, cansancio.

-¿O es pena? Sí, parece que tiene pena.

Me ha invadido una profunda simpatía hacia ella. Charlar. Primero saludar, pero…

Como si el instinto la guiara, sin mirar la estación, se levanta, se funde con el grupo y desaparece.

¿Es así la vida en la ciudad?

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