Símbolo de cualquier ocaso vital: el Papa.

Vemos al ínclito Francisco en el ocaso de una vida pletórica de fe y ascensos y… hasta sentimos cierto afecto por su paternal o “abuelero” semblante, dado que, a pesar de ser el representante de Cristo en la Tierra, no deja de ser un anciano más aquejado por los mismos achaques que uno de nosotros.

Hasta los mismos Grandes Jerarcas Católicos, los dos últimos, en la penumbra de su crepúsculo, han inclinado su egregia cabeza al soplo de lo que nace. Viven como queriendo vivir, pero perciben el desfallecimiento de su mundo. Incluso el ocaso de su dios de quien han dicho: "Dios se ha escondido".

Crepúsculo personal en el que a duras penas perciben que incluso ellos mismos han sido y son peleles traídos y llevados, embridados por las sectas vaticanas que los mantienen erguidos. Dado que así lo han querido y asumido, sarna con gusto no pica.

La Iglesia Cristiana, tanto la católica como la protestante, es la creencia más poderosa. Lo es no sólo por sí misma sino también por estar entreverada y sustentada en civilizaciones y entramados políticos también potentes. Pero está aquejada del inmenso cansancio de la lucha, no contra enemigos foráneos, sino contra un cáncer que lleva dentro.

Es grave para la Iglesia Cristiana, protestante y católica, que la lucha tenga que ser interna, contra sí misma, contra su propio desfallecimiento dado que ya no le queda a la Cristiandad enemigos equivalentes, aquellos que alzaban lábaros de creencias contrarias, como lo fuera el comunismo ateo. Comunismo ateo que sucumbió, no tanto por ateo cuanto por comunismo. No le quedan ni siquiera herejías dignas de tal nombre.

Otra cosa son los escarceos semi jaraneros que de vez en cuando salen a la luz en el teatro cómico de la vida, como puedan ser las monjas de Belorado, el obispo Pablo de Rojas o el Palmar de Troya.

Cuando, en deriva a la fuerza necesaria, la Iglesia católica ha esgrimido contra un mundo pagano y desafecto el espantajo de sus propios credos, se ha visto de nuevo en la soledad pelada del Monte Sinaí, pero esta vez sin llamas, sin truenos, sin dioses... es más, sin un pueblo siquiera detrás.

La sociedad está en la fiesta del Nuevo Renacimiento y cuando llega el Jerarca, se le toma como un elemento folklórico más, al son de gaitas, trompetería y cantos. Más todavía, enjaulado, distanciado por un muro de guardaespaldas y guardapechos y lejano de lejanía.

¿Qué otra cosa es el folklore de la Sala Pablo VI de Roma? ¿Qué queda sino recuerdo y palabras del fasto juvenil veraniego? ¿A qué esas reuniones de "alto nivel" con reyes y gobernantes, donde éstos inclinan su regia y "gobernántica" testuz en reverencia vil y servil? Incluso concediendo su minuto de gloria a personajes tan distantes y distintos, que sólo buscan la foto, como nuestra ínclita Yolanda Díaz en febrero del presente año.  

Pero la vida camina por sus propias sendas, a las que ha pretendido la Iglesia unirse. Quiso en su momento descender al valle, hacerse humana, rejuvenecerse. ¿Qué consiguió? Entre cosas no deseadas, avivar la defección de los que fueron suyos.

Ha podido ver de cerca cómo la torrentera de la duda y del conocimiento arrastra cristos, vírgenes, escapularios, medallas, rosarios, reliquias, hisopos, bendiciones, procesiones... en fin, la parafernalia de los símbolos de una creencia, si no fenecida casi a punto de transmutarse en momia.

Los dos últimos "Jerarcas Máximos" pretendieron y pretenden a lo largo de su “via crucis” personal subir otra vez al Olimpo. Han extraviado el camino: no sabían ni saben si era el camino del rito; si el camino estaba en repoblar el Parnaso con nuevos dioses, cual jasones o hércules, presentando modelos a diestro y siniestro, santos a su medida. También de intentar, por libros, que Jesús fuera a la vez cercano y arcano. O que los temas candentes del mundo tuvieran voz en Encíclicas "ad hoc". 

Han pretendido escarbar en los males del mundo, agitando el hisopo de su palabra en denuncias vanas... y se ha encontrado solos, jaleados por unas multitudes que sólo les adoran como un ídolo más de los muchos que las masas tienen: poder, prestigio, dinero, fama... e ídolos vestidos de blanco, reliquias al parecer vivas, estatuas en vitrina, efigies en pedestales semovientes. Ya ni queda motivo para la compasión, porque les han hecho perder la gravedad que una vejez digna siquiera procura.

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