La alegría provocada de los creyentes.

Hablemos de la alegría que inunda a los creyentes cuando asisten a sus ritos.

Tanto en quienes aparecen en este blog con deseo sincero de contrastar sus opiniones como en la vida de relación normal con la gente, he visto creyentes convencidos y, sobre todo, consecuentes. Estupendo. Eso en parte preserva a ciertos creyentes de ser vulgares crédulos.

Pero...  de las palabras no hay que fiarse demasiado. De los escritos algo, pero tampoco. Respecto a la opinión de uno solo, puede ser verdad en su caso pero tal verdad no es representativa de nada. Lo queramos o no, la estadística sirve para algo.

He visto, como digo, convicción, vivencia profunda, pero también tengo que repetir que no me fío de lo que dicen aquí. Asimismo, he visto creyentes de mirada interior profunda, convencidos, dispuestos a defender lo que viven y aman… Sin embargo, a lo que vamos, no he visto creyentes alegres. Pero alegres porque su alegría nazca del propio credo, no porque la misma se origine en su carácter, en su constitución, en su vida.

He visto gente que acude a la iglesia, la he visto en las ceremonias, la he visto de frente, he contemplado sus ojos, su porte, su inclinación, su forma de levantarse o arrodillarse; he visto reacciones, miradas incluso cruzándose con la mía...  Y precisamente porque quiero percibir rastros y rasgos de alegría, me fijo más. Pues no, la vivencia del rito no se refleja en su rostro.  

No sabría decir qué es lo que he visto, porque es un combinado de seriedad, severidad, tristeza, lejanía; en algunos he percibido ausencia y desapego. ¿Alegría, verdadera alegría? ¡Ni por asomo!

En uno de aquellos lejanísimos domingos, yo pendiente de mi partitura y el órgano apagado,  mi coadjutor particular –no sé qué ha sido de él-- desvarió de esta guisa: “¿Uds. ven la alegría que tienen los que van a los toros? Pues esa misma alegría debiéramos tener al asistir a misa”. Y se quedó tan fresco.  Pensé yo que quizá la tuvieran si fueran a lidiarlo a él.

Sucede que toda la liturgia, los salmos, las lecturas, los cantos están preñados de invitaciones a la alegría. Alegría que, fundamentalmente procede de una antorcha primera, la de la Pascua de Resurrección. Hermosa proclama aquella de “Exultent iam angélica turba caelorum... Alégrense los fieles cristianos inundados de tanta claridad”.

No debiera ser para menos. Alguna que otra vez he traído a colación aquello de  “caer en la cuenta de ese mundo maravilloso que Dios tiene destinado a quienes creen en él”. Y sin embargo, los fieles cristianos no son más felices que los demás mortales, quiero decir, no muestran mayor alegría que el resto. Al menos no se ve.  Estoy por decir que abundan más los “desgraciados” que buscan curación a sus males.

Es que ser poseedores de un secreto maravilloso, uno de esos secretos a los que aferrarse en los momentos de adversidad o estar pletóricos de gozo por lo que “saben” que está a ellos destinado, no debiera ser moco de pavo.

Verdaderamente resulta misterioso, por no decir contradictorio, conjugar el gozo del cielo con el gozo humano, cuando el gozo divino hace infelices a los humanos. Al menos debiera resaltar de alguna manera esa alegría de los hijos de Dios “in facie”, en la cara. “Hermanos, estad alegres: os lo repito, estad alegres”. ¿De quién es esta frase?

Pues ni por ésas. No se nota que sean más felices que el resto de los mortales. O al menos no lo son precisamente por saberse poseedores de ese “país de las maravillas”.

Lo que sí percibo es “alegría provocada”, “alegría superficial” en algunos eventos particulares del año.  Alegría incluso alborotada. Me viene a la memoria aquella mañana pasada en una iglesia evangélica en Harlem. Me dieron hasta envidia: qué cantos, qué movimientos, qué manera de expresar alegría hacia fuera... Todo era un grito de exaltación por sentirse salvados, amados y demás zarandajas de que hace gala la parafernalia de la credulidad, sobre todo la usamericana.  

Luego, en la serenidad de la cuarentena  ya no contaminada por la euforia de la plebe, vi que era una alegría provocada. Un fervor que va in crescendo por la palabra “encendida” del pastor, por el fervor explosivo del piadoso y sobre todo por los cantos. Es la alegría al revés: me río, gesticulo, me muevo, canto con más fervor… ¡para sentir alegría! No al revés, como mi interior está pletórico de alegría, la alegría de los hijos de Dios, por eso canto, etc.

Las noches de Pascua de la Natividad o de Resurrección, por ese halo especial que da el misterio del invierno o de la primavera recién estrenada o de la noche silenciosa, son propicias a esa “exaltación gozosa”. Porque quieren estar alegres lo están. ¿Entienden la tergiversación? “Felices pascuas, Dios ha nacido”. O como dicen en la Iglesia ortodoxa: “Xristós anesti”(“Dios ha nacido”),Alezós anesti” (en verdad ha nacido).

Mientras los demás mortales reímos a mandíbula batiente con un buen chiste o una anécdota oportuna, los creyentes necesitan ritos especiales para sentirse alegres. Y así lo que sucede es que “se van con su alegría a otra parte”.

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