Los argumentos emotivos no avalan la religión.

Hablábamos el pasado día de que es primordial tener claro el criterio de que la persona, sean  cuales sean sus convicciones, merece un respeto. Lo difícil es distinguir entre la persona y sus opiniones y creencias. ¿También éstas merecen respeto? Se pueden escuchar con respeto, pero muchas veces serán difíciles de compartir porque son “opiniones” que de forma flagrante atentan contra la racionalidad del hombre.

En este ámbito de discusión,  los credos. A fuer de ser rigurosos, ¿no debería ser yo el que pidiera respeto, es decir, que no insultaran a la razón con trágalas mitogénicas propias de tiempos periclitados?

Los motivos para adherirse a una fe determinada o continuar dentro de una organización son de lo más diverso, siendo muy frecuente el motivo inercial de que siempre ha sido así. Me fijo en alguno de ellos, oídos con frecuencia entre aquellos más convencidos de su adscripción. Hablan de la inmensa paz que encuentran  confiando en la divina providencia; describen su estado de ánimo como de euforia, al sentir que Jesús está con ellos; rezar a Jesús o a María es tener la seguridad de ser escuchados. Es el elemento emotivo el que da consistencia a su credo.

Y estos elementos emotivos pueden responder a motivos a veces espurios: la pertenencia a una hermandad, el ser portador del paso Virgen de la Macarena, el fervor de los que rezan en Lourdes, el testimonio de fe de la abuela, una concentración de jóvenes con el papa, el ver en Fátima a alguien avanzando de rodillas, las lágrimas…

También a mí se me escapó una lagrimilla cuando aquel miércoles de agosto y en la Sala Pablo VI, el papa hoy santo JP2 se paró y bendijo a mis hijos besando al más pequeño. Al día siguiente adquirí las fotos oportunas. ¡Qué emotiva religiosidad en todo el acto! Habría que pensar que la gracia de Dios, a través del papa, llamaba a mi puerta. Al llegar al hotel, ya sereno, reflexioné: “Vaya tinglado tan bien organizado”.

Y hablando de emotividad en los ritos litúrgicos, oí la encendida perorata de un sacerdote en TVE refiriéndose al Espíritu Santo  y deduje: “Cierran los ojos; contonean sus cuerpos; se cogen de las manos; entonan canciones al ritmo de guitarras, sonajas y darbukas; dan palmadas rítmicamente... ¡llegó el Espíritu Santo!” Todo tan enternecedor…

Nada de lo dicho se puede asimilar a religión, a gracia santificante o al Espíritu Santo. Eso es sentimiento a flor de piel que secuestra la razón (retorno a la animalidad), una emotividad que se autoalimenta con la iteración de actos rituales. Así es como podemos llegar a una interpretación de sentido común, alimentado por la psicología de las emociones.

Toda religión, pues, va contra esos dos principios, contra el sentido común y contra el respeto a la persona. Para lo primero, basta con dignarse pensar. “Respecto al respeto”, nada mejor que los garbeos históricos. Otro ejemplo personal: en su día llegué a defender la Inquisición española, basándome en reflexiones sobre la Historia hechas por otros. Primero, que no habían sido tantos los “relajados” como decía la “Leyenda Negra”; segundo, que había preservado a España de las guerras de religión que asolaron Europa.

Hoy me resultan argumentos insultantes: ya un solo reo bastaría para reprobar la Inquisición; pero lo grave es la perversión encerrada en ella que supuso el secuestro físico y mental de toda una sociedad en auge, una sociedad ilusionada y en crecimiento, en consonancia con la efervescencia renacentista. Un secuestro efectivo durante más de tres siglos, legal durante cuatro. Esto es criminal, porque lo racional es que “el fin no justifica los medios”.

Cuando me sugieren en mis ámbitos crédulos que rece y esté abierto a la gracia, les repito lo del círculo vicioso del que no se puede salir: la fe la da Dios para creer en él pero yo no puedo pedir fe a alguien cuya existencia me niega la razón.

Y, en otro orden de cosas, cuando el “crédulo porque sí” haya recorrido, como yo, los dos caminos, el de ida (vivir la fe, confesión a veces semanal, penitencias, retiros, largos periodos de meditación, infinitas lecturas espirituales) y el de vuelta (rechazo de los credos por imperativo de la reflexión y del sentido común); la senda de la santidad (aceptación consecuente de la parafernalia crédula) y el del “pecado absoluto” (negación de todo ello); el de dejarse llevar por lo que otros dicen (cuando tenía lavado el coco) y el de pensar por uno mismo (como hago ahora)... ENTONCES PODREMOS CONTENDER.

 Mientras seguiré gritando bien alto: NO a la religión, a ninguna; NO a todas las capas que recubren el “creo en Dios”; NO al tinglado; NO al secuestro de la razón; NO al adoctrinamiento; NO a la prebenda de subvenciones y otras sinecuras; NO al negocio del sentimiento; NO al consultorio psicológico crédulo; NO al negocio de los muertos; NO al rapto de la vida. Lo que para un creyente puede ser insulto, el 83 % de la sociedad lo está diciendo con los pies. ¡Sentido común! 

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