Entre otras constricciones, la religión.
| Pablo Heras Alonso.
Oscila mi mente entre dos estados de ánimo contrapuestos con relación a todo lo que sucede en el mundo. Por una parte, mi optimismo exultante, por otra el desaliento y la decepción a la vista de lo que sucede. Mi situación es el estrecho de Mesina donde habitan Escila y Caribdis.
Por una parte, percibo que nuestro occidente vive en el mejor de los tiempos y de los espacios de la tierra: hemos conseguido salir indemnes, mal que bien, del siglo más trágico, funesto y fatal de todos los siglos, el XX; vamos camino de conseguir que la sociedad democrática se estabilice; tenemos claro que, al menos teóricamente, las guerras no consiguen nada y hoy las protestas contra ellas son masivas; la sociedad, mayoritariamente, va dando de lado credos inútiles o letales (comunismo, materialismo histórico, marxismo, nazismo; filosofías de la nada; catolicismo, protestantismo, religiones en general...).
Por el contrario, el pesimismo se instala dentro de mí al ver que nada ha cambiado desde que Caín mató a Abel. Cualquier progreso social ha supuesto y supone regresión en determinados campos e incluso vidas humanas; nadie busca el bien común sino el propio; las guerras se enquistan dentro del tejido social y cuando una termina, dejando laminados a grandes grupos humanos, comienza otra; en política y relaciones humanas el pez grande se come al chico; la verdad y la justicia apenas si encuentran sendas para abrirse camino; y así, un largo etcétera.
Después del exordio anterior y refiriéndonos a lo que aquí se dirime, dejemos claro que tan letales o más son los credos comunista-marxista-nacionalista como los credos en dioses paternales. Dicen que las doctrinas fascistas (de derecha y de izquierda) han producido más muertes y destrucción que las guerras de religión. Puede ser cierto, pero da igual. ¿Importa el número? Cualitativamente ambos credos han sido destructivos para el hombre, para su bienestar y para su progreso. Si los credos políticos fueron nefastos en intensidad (70 años y siguiendo), los religiosos lo han sido en extensión (70 siglos desde el inicio de religiones conocidas). En ambos casos, sociedades dominadas por el miedo. La historia ya no es tan mentirosa como antes.
En su defensa afirmarán los guiados por la credulidad que existe el mundo espiritual y que también éste necesita ser alimentado. Sí, pero ¿qué mundo espiritual? No vengan los crédulos idealistas sacros con eso de que “no sólo de pan vive el hombre”, porque la contestación es igual de necia o va en el mismo camino: también de verduras, de leche, de corderos y aves de corral, de merluza y ostras, de pasteles. Y de ocio, de un vehículo para trasladarse, de libros, de cine, de conferencias, de conciertos, de turismo y de internet… También de esto vive el hombre. Frente a tal abanico, el palo de la cruz no deja de ser un verdadero “palo”.
El hombre es un incesante aspirar a dar satisfacción a necesidades, primero las perentorias y luego las adventicias. Del estómago a la filosofía. En otros tiempos regía el “bienaventurados los pobres...”, la resignación, el buscar la felicidad en la miseria porque no tenía opción de superar su penuria. Mientras, el arzobispo de Toledo regía media España, disponía de palacios por todo el territorio nacional y era señor de horca y cuchillo. El que vive en una choza aspira a casa de adobe. Y el que vive de alquiler, pretende casa en propiedad. Imposible en otras sociedades consoladas por la religión, posible en nuestra sociedad occidental.
Hoy el pobre de solemnidad tiene al menos la posibilidad, e incluso la oportunidad, de salir de la postración en que está sumido: comedores sociales, ayuda de la administración, orientación, cursos de aprendizaje o reciclaje... El que quiere, puede si le queda un atisbo de racionalidad y posibilidad de pensar.
Lo que es alternativa de muy poco, hoy día, es la religión, ni como status (seminarios vacíos, desbandada general) ni como refugio (infinidad de templos, sí, pero rala asistencia dominical en comparación con épocas pasadas). Hace pocas décadas el 99% se declaraba creyente y practicante; hoy, todavía puede ser alta la declaración teórica de creyente, pero no se corresponde con la práctica (17%). Sintomático. Ni como remedio: ¿qué solución material puede ofrecer al que busca empleo, a sus dolencias, a sus carencias educativas?
Uno de los hándicaps que tiene precisamente la preterición de los credos es la carencia de repuesto: se abandona la fe esclerótica y funcionarial, sí, pero muchos caen en “fes” de peor ralea. Continúan sollozando los irredentos de marxismos trasnochados; rugen los que enarbolan amenazantes banderas nacionalistas; deambulan como pueden los que se entregan a prácticas espiritistas o caen en las garras de sectas perturbadoras; y son legión los que dejan su mente tan en blanco que sirve para escribir en ella lo que quiera cualquier anuncio de TV... o cualquier engañabobos que llegue a Presidente de Gobierno.
En el fondo, todos son dogmatismos imperativos. Junto a lo dicho en el párrafo anterior, un hecho que es más sentimental que real: muchos de los que dicen haberse liberado de pasados credos sienten como una nostalgia de seguridades pasadas a las que asirse en algún momento. Es así. Para sacudirse el yugo de la credulidad es necesario un bagaje mínimo de instrucción, educación y ejercicio de la razón.
Como epílogo de seguridades, sépalo quien dude: el que ha dejado credos alienantes y que menoscaban la personalidad, se siente más libre, liberado de exigencias gratuitas; se ve menos radical y más comprensivo; ve a sus congéneres como parte de sí mismo y no como ese caricaturesco “hermano en Cristo”; tiene criterios más abiertos para juzgar; siente haberse rescatado de un peso constrictivo... También esto es testimonio compartido en cenáculos de cierta altura intelectual.