El sentido común y un poco de cultura...

Es preciso volver una y otra vez sobre las martingalas con que la religión recubre la inanidad del entramado doctrinal y ritual. A muchos se les podrá caer la venda de los ojos y relativizar no sólo el contenido de lo que creen sino los ritos a los que dan tanta importancia “salvadora”.

Si estos creyentes ignaros hubieran vivido dentro de culturas muy antiguas, anteriores a la llegada de Jesucristo o coetáneas con la predicación apostólica, con seguridad habrían dado su asentimiento a creencias y actos de culto que hoy tachan de paganos.

Sería tarea imposible, quizá jocosa, buscar creyentes que hoy recen a Osiris, a Horus, a Krishna, a Deméter, a Dionisos, a Mitra o a Perséfone, por citar algunos grandes dioses de la antigüedad: el cristianismo acabó con todos ellos. Religiones de gran calado popular hoy están relegadas al olvido, recuperadas nada más por el arte o la historia de las religiones. Los cristianos convencieron a todos de que las creencias paganas se basaban en mitos y en falsedades.

¿Pasará lo mismo con el cristianismo? Elucubrando o haciendo ejercicios de prospectiva basada en el precedente de otras religiones adscritas a determinada civilización o sistema socio político, el cristianismo desaparecerá y sus enunciados dogmáticos engrosarán los libros de mitología, a la par que sus creaciones artísticas llenarán los anaqueles del museo de la credulidad.

Muchos son conscientes ya de la endeblez doctrinal y científica que aqueja al cristianismo; y también de la pugna que libra su sentido común frente a trágalas pueriles; muchos son los que ya no fían sus valores a la gracia vivificadora que proporcionan los sacramentos; muchos son los que no se sienten sentimentalmente inflamados por el ejemplo de santidades extravagantes o grotescas; y muchos son los que vuelven a encontrar dentro de sí y dentro de su sociedad la fuerza vital que les anima a crear su mundo nuevo. 

Podríamos comenzar por la inconsistencia de los libros que dicen ser “palabra de Dios” en que se funda la doctrina cristiana y que dan cuenta de las andanzas del predicador Jesús. Eso, antes de entrar en consideraciones historiográficas del devenir de la Iglesia. De todo esto se ha dicho y escrito muchísimo.

Es el caso del mismísimo Jesús, fundamento, origen y fuente del cristianismo del que nada se sabe fuera de sus propios textos. Resulta curioso que los científicos de la credulidad, sus teólogos, panegiristas y cronistas busquen afanosos testimonios reales por aquello de no poner cimientos de imaginación que sustenten relatos fantasiosos.

Acuden a Flavio Josefo, Tácito, Plinio el Joven, el emperador Adriano, Suetonio, Filo, historiador judío,  el galileo Justo de Tiberio, incluso Focio, obispo de Constantinopla… y paramos de contar. Bien sabemos lo que cada uno de éstos aportó al conocimiento biográfico de Jesús: nada. Algunos porque realmente no aportan nada sobre él; otros porque lo asimilan a Cristo, de cuyo nombre deriva cristianismo, sin estar ciertos de que Jesús fuera Cristo; y otros porque les hacen decir lo que expresamente no dicen.

Son legión los que han entrado con escalpelo científico en estos temas. Menciono un párrafo del escritor, novelista, misionero y pastor protestante, el británico Robert Keable (1887-1927) en su obra “El gran galileo”, cuando todavía en determinados países era peligroso hablar así y él mismo tuvo que abandonar su país:

Ningún hombre sabe lo suficiente como para poder escribir una biografía sobre los primeros años de la vida Jesús... …Y si fuéramos a considerar datos históricos no se podrían llegar a escribir tres oraciones. Aún más, si los diarios hubieran existido y si un aviso fúnebre se hubiera publicado en el año de su muerte, los editores no hubieran encontrado ni su nombre.  Pocos periodos de la era antigua están tan bien documentados como  el período de Augusto y de Tiberio, pero ningún contemporáneo estaba al corriente de su existencia.

Lógicamente, lo que digan tales personajes nada interesa al creyente piadoso. Sólo es válida, para su vida de santidad, la lectura de la “palabra de Dios” sobre Jesús, contenida en el Nuevo Testamento. Presuponiendo un mínimo de honradez en el lector de los textos sagrados, ¿no le pueden decir algo las constantes incongruencias, inexactitudes, contradicciones y desavenencias biográficas que contienen?

Aunque poco importe, podríamos comenzar analizando la fecha de redacción de los Evangelios, tan alejada de la vida de Jesús; o el que sus autores hayan estado tan poco o nada relacionados con él; el hecho de que todos los textos sean al menos la cuarta copia que se conserva de los primeros evangelios; el que sean traducción al griego de la lengua hablada por Jesús.

Hay errores buscados, como el día de su nacimiento, elegido por la Iglesia precisamente para suplantar la gran festividad romana del “Sol invictus”.  Asimismo, el error de bulto respecto al año de su nacimiento. Mateo y Lucas no se ponen de acuerdo si fue antes de la muerte de Herodes o durante la nominación del pretor Quirino, procónsul de Siria. Entre ambos hechos, transcurren once años. Consúltese cómo se contradicen Mateo y Lucas, el uno haciendo referencia a Herodes y el otro a Quirino.

También Mateo y Lucas le hacen descendiente de David y aportan datos muy precisos. El primero aporta 28 generaciones. Lucas, 43. Sintomática discrepancia. Ya dentro de su vida pública, Juan dice que Jesús bajó de Galilea a Jerusalén al menos cuatro veces. Ciertamente Juan no había leído a los otros tres evangelistas, que hablan de una sola vez. También discrepan Juan y los sinópticos en otros dos datos “ciertos”: Jesús ejerció su ministerio público durante un año, dicen los sinópticos; tres, dice Juan. Éste afirma que predicó en Judea; los otros en Galilea. Todo esto es indicativo de que ninguno tenía ni idea de la vida de Jesús. 

Respecto a la crucifixión, tampoco hay unanimidad: unos dicen que en la hora tercia (9 de la mañana); otros en la hora sexta (mediodía). Asimismo, Jesús mismo predijo que pasaría tres días y tres noches en el sepulcro, pero si hacemos recuento de los sinópticos, apenas si pasó día y medio y dos noches.

Más significativo es el relato que unos y otros ofrecen de la resurrección, porque la conclusión que sacamos es que nadie vio nada. Por cierto, siempre fueron mujeres las clarividentes: Juan dice que una mujer; Mateo, dos; Marcos, tres y Lucas, varias. Y si queremos saber lo que vieron, también hay cuatro versiones: las de Mateo vieron un ángel; Marcos, un hombre joven; Lucas, dos hombres; Juan, dos ángeles. Y como colofón, ninguna de ellas vio a Jesús.

Tras su resurrección, Jesús ascendió a los cielos. Según Lucas, fue un día después de resucitar. Según Juan, después de diez días; en Hechos de los Apóstoles se dice que fueron 40 días. Y aquí algo nos desconcierta, porque, según dicen, Lucas escribió ambas obras, Evangelio y Hechos. ¿No se dio cuenta de tal incongruencia? Respecto al lugar, tampoco se ponen de acuerdo: Marcos dice que Jesús abandonó la Tierra en Jerusalén; Lucas, en cambio, dice que en Betania; y los Hechos dicen que en el Monte de los Olivos. Otra vez Lucas se contradice. Mateo y Juan no dicen nada de este hecho portentoso.

Olvidábamos algo importante: quién era Jesús para los evangelistas. Tampoco aquí se ponen de acuerdo: Marcos habla del Hijo del Hombre; Mateo y Lucas, Hijo de Dios; Juan se hace un lío: es el mismo Dios, segunda persona de la Trinidad, es el Logos, o sea el Verbo encarnado.

Todos estos son datos biográficos “contrastados”, aunque más bien “contrariados”. El resto de los Evangelios son enseñanzas morales o teológicas, las unas aceptadas universalmente y las otras sólo creídas por los fieles cristianos.

¿Les pueden decir algo a los creyentes estas flagrantes contradicciones? Piensen, porque en toda investigación importan mucho los detalles.

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