El espíritu y la praxis.

O, en otras palabras, la vivencia íntima y a la vez social de la religiosidad. 

Hay voces que claman por otro tipo de religiosidad, por una nueva espiritualidad, por un cristianismo vivido, por un Jesús profeta, por un Cristo de la salvación por la fe interna, un Dios que vive en el corazón...

Yo lo que veo, o veía, porque ahora estoy un tanto alejadillo,  eran viejos bisbiseando oraciones, familiares avejentados que a determinada hora se ponen a rezar el rosario, gentes que con el corazón caído y el espíritu renqueante se postran de rodillas cuando toca, ancianos de la vida para los que el domingo es un día especialísimo porque hay misa...

Ésa es la gran masa ¡practicante! ¡Menudo porvenir! Un confesor ocurrente decía cuando confesaba a las "hermanitas": ¡Cuando c... vendrá a confesarse alguna de éstas con un pecado decente! Ni siquiera tienen fuerza para pecar.

No salva a la religión el grupúsculo henchido del Espíritu Santo, es decir, el que canturrea, que organiza grupos de meditación, que siente tal Espíritu Santo con una intensidad fuera de lo común, que se reúne, medita, dilucida, escribe... Escribe, eso sí, siempre sobre lo mismo, que va dando bandazos en la vida, del confesor piadosísimo al canónigo místico y de la monja buenísima al hermano dicharachero. Hablo en este caso de "una" bien conocida por mí.

Otra cosa, que tiene que ver con la práctica de la "penitencia" cuando los prestes piden "conversión", que no "conversación".

Cada día entiendo menos cómo el predicador puede hablar de arrepentimiento, de pedir perdón, de hacer penitencia a aquellas personas que ni siquiera tienen posibilidad de pecar, que apenas si pueden andar de casa a la iglesia, que cumplen a diario con el “deber” de la misa, que rezan todos los días las “vísperas”; o aquellas que viven encerradas en las cuatro paredes de su celda, que no tienen contacto con el mundo pecador, que no se permiten a sí mismas el más leve deseo, que para todo demandan permiso, que tienen embotada la capacidad crítica...

A tal grado ha llegado la convicción "pecadora" inculcada y sobrevenida, que estas personas tienen que hacer rebusca en su interior de alguna falta desconocida, incluso para ellos, y así poder ejercer el rito del sacramento de la penitencia; que recurren a listas de pecados; que, incluso, tienen que decirle al confesor un lastimosos “pregúnteme Ud. padre”; que quizá logran encontrar algún pensamiento que les ha venido, alguna comparación con el ideal al que aspiran y al que no llegan, algún lapsus de memoria...

Confesarse para tales personas llega a ser un verdadero tormento. No, no es que haya que rechazar “esto”, hay que desterrar la praxis que propicia esto.

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