No se fían de lo que no controlan.

El Espíritu Santo, que, como dicen, sopla donde quiere y sobre quien quiere, es un elemento un tanto perturbador, no se siente atado a leyes ni prescripciones. De ahí que la Jerarquía siempre vea con ojos escrutadores todo lo que proceda de esta persona de la Santísima Trinidad. 

O, dicho con palabras burdas, la Jerarquía “no se fía” del Espíritu Santo. Es demasiado impetuoso, demasiado lenguaraz, demasiado ardiente. Y para que una sociedad funcione como Dios quiere, el Espíritu Santo también se tiene que someter a normas. Debe tener cabida en el Derecho Canónico.

Lógicamente los “dones” del Espíritu no se pueden otorgar a quien él quiera: podría haber muchos visionarios sueltos, muchos profetas deslenguados, muchos reformistas comprometidos... Daría lugar a excesivos conflictos y produciría un número de “corrientes” imposible de soportar. O podría poner al descubierto, por boca de sus iluminados, los bajos fondos que oculta la Organización.

De la primera persona, el Padre, nadie desconfía porque todo lo hace y lo hizo siguiendo criterios racionales; del Hijo se sabe todo, porque ahí está la historia de la salvación. En cambio del Espíritu Santo no se sabe nada. De hecho, tras Pentecostés, todos cuantos lo recibieron desaparecieron del mapa apostólico, se dispersaron y nada más se supo de ellos. Nada queda del inmenso legado que llevaban dentro.  

Ha sido la Iglesia la que, pasados suficientes decenios, quiso dar consistencia al Espíritu Santo. Así, suyos son los conocidos "siete dones" o carismas que concede a quienes los piden. Asimismo, estatuyó ex profeso un sacramento, el de la "Confirmación", para que todos pudieran recibir los siete “donesde sabiduría, de inteligencia, de consejo, de fortaleza, de ciencia, de piedad y de temor de Dios que a su vez producen los doce frutos: caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad (Catecismo, nº 1831 y 1832).

Pero la realidad es otra. Vistos de suelo a cielo, los carismas no existen, porque la burocracia oficial no puede controlarlos. Hablando “a ras de suelo”, ciertamente el crédito que todavía puede tener la Iglesia le viene de ese aura mística que emerge de tal Espíritu; en cambio, el olor a podrido emana del rigor institucional trocado en el “rígor mortis” cadavérico del Derecho Canónico.

Es cierto, y se nota, que muchos creyentes convencidos destilan el aura espiritual del Espíritu, pero también es cierto que se sienten incómodos de pertenecer a una Institución rígidamente organizada, jerarquizada y regulada por leyes en nada distintas a las civiles: preferirían sentirse “miembros del Cuerpo Místico”, regidos únicamente por el impulso del Espíritu Santo.

Quisieran otra Iglesia, humilde, servidora, despojada de cualquier relación con el poder temporal, una iglesia hecha de fieles que a sí mismos se regulan... Y se preguntan por qué no camina la Iglesia en esa dirección. El espíritu del Espíritu la salvaría.

Psicología y sentido común: nadie que detente el poder va a consentir, “motu proprio”, verse privado de él. Pensemos en los obispos: a tal grado de institucionalización han llegado la burocracia de la fe que su labor –en esencia “pastores de almas” y dispensadores del Espíritu--, se consume en gestionar el patrimonio y dar solución a los mil problemas temporales que su rebaño de pastores demanda. Y a veces ni eso. Eso sí, añoran los tiempos en que eran “algo”, en que un dicterio suyo era ley temporal.

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