El gran dilema de optar por Jesús o por Cristo.

Decíamos “ayer” que la mayor parte de los estudiosos de Jesús sostienen que fue un personaje real, que existió y que predicó por Galilea y Judea. Fueron, pasada una generación, los seguidores posteriores los que adornaran su figura con tal cúmulo de arbitrariedades que enmascararon su acontecer histórico.  Eso sí, dichos estudiosos consideran su existencia no apodíctica ni con certeza absoluta, sino como en un alto grado de probabilidad.

Evangelistas y demás escritores del Nuevo Testamento compusieron sus relatos para competir con otras deidades o figuras excelsas de la antigüedad… pero se pasaron de rosca o de mano en la pintura del personaje. Los estudiosos del Jesús que se desprende de los evangelios eliminan lo mágico, lo fantástico o lo increíble del relato y, realmente, no se elimina el posible personaje, sino que aparece un ser histórico.

Por ejemplo, es creíble que Juan Bautista, de enorme predicamento en todo Palestina, bautizara a sus seguidores y es creíble que Jesús se acercara a oírle y a cumplir con el mismo rito. Si se elimina el que de los cielos surgiera el mensaje “Este es mi hijo muy amado”, se puede creer que ahí estaba Jesús; asimismo, todo el relato de la pasión respira realidad, eliminando acotaciones fantasiosas, inadmisibles de todo punto.

Pero resulta que, entre sus fieles, esa univocidad de Jesús nadie la pretende. Hoy, nadie, ninguno de sus creyentes, quiere ver a Jesús como personaje real, como un profeta o predicador galileo, incluso como un agitador, sino como un ser sobrenatural que apareció en la Tierra. O sea, han hecho suyo el engendro de Jesús-dios, Jesús hacedor de milagros, Jesús Verbo divino, Jesús mediador, Jesús cabeza del cuerpo místico (¿y eso qué es?), Jesús el que quita los pecados del mundo (ya me dirán cómo lo ha hecho si el mundo sigue igual). O sea que dicen que existió realmente y a la vez, en sus rezos, le quitan la condición de hombre.

Los que hoy día admiten que Jesús fue un personaje real resuelven el problema de que Pablo de Tarso no dijera nada del Jesús real, centrando su doctrina en Jesucristo, con variadas justificaciones. Primero porque para nada servían sus hechos vitales dentro de su doctrina, con el añadido de que casi con seguridad nada sabía del devenir vital de Jesús. Recordemos que los Evangelios son posteriores a sus cartas,  sin oportunidad de leerlos antes de escribir sus cartas. El hecho de no citar hechos de Jesús tampoco quiere decir que no los conociera, simplemente no añadían nada al contenido fundamental de su doctrina, centrada en la muerte y resurrección de Jesús y el plan salvador de Dios.

El dilema es irresoluble. Sostener a la vez lo uno y lo otro es improcedente por imposible. Y si optan por un Jesús igual a Cristo, no debieran protestar por que haya quienes le consideran un nuevo Horus o Mitra.  Con lo cual a quien rezan es a un ser mitológico, producto humano, tan pagano como el dios de los paganos, como Agamenón o como Jasón.

Así, los creyentes no pueden admitir estudio alguno que reduzca a Jesús a personaje de la historia. Caería por su base toda la religión. Ya no interesan los estudios que profundicen en el Jesús que surgiría prístino de los Evangelios, como un ser posiblemente excepcional, de gran poder de convicción, fustigador de las miserias judías, debelador de la verdad honda de la religión de Israel, propiciador del retorno a la verdadera fe en Yahvé. O sea, un judío auténtico. 

El Jesús de la historia pasa a quedar en manos de los escépticos, de los pseudo historiadores de la religión, en el fondo, extraños personajes fuera de tiempo y de contexto, parecen decir. Pero es el caso de que todos estos, los que sí defienden esa realidad humana, y únicamente humana de Jesús, se convierten en raedera del cristianismo, en virus letal del mismo, porque tanto ese otro Jesús y tal religión surgieron de fuentes míticas, religión que sólo da validez a la parte más inaceptable de la “vida” de Jesús y a la más aceptable para ellos versión de Pablo de Tarso.

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