El invento de los sacramentos.

La Iglesia cristiana, tras una etapa primera de fervor, expansión y cierta consolidación –más o menos dos siglos-- poco a poco fue montando un tinglado de ritos y celebraciones con los que sustituyó la vida civil con repuestos sustraídos tanto de la credulidad pagana o del boato protocolario imperial  como de la credulidad santera y mágica. Había que organizar la vida del hombre, de los fieles, que al fin fueron todos los habitantes del Imperio.

En la vida humana siempre hay hitos que marcan su devenir. La Iglesia dijo que se reducían a siete: el nacer, el salir de la niñez, la comida diaria, el paso de la adolescencia, la atracción y unión de hombre y mujer, la reparación de los errores y el final de la vida.  Y quiso que esos hitos quedaran santificados. Nacieron los sacramentos.

Recordemos para quienes son hijos de los numerosos planes de educación o del pernicioso laicismo que nos invade y en definitiva el desconocimiento general del catecismo, que son Bautismo, Confirmación, Penitencia, Eucaristía, Matrimonio, Orden sacerdotal y Unción de enfermos, que, como decimos, abarcan de forma pretenciosa todos los hitos importantes de la vida del hombre.

Hasta antes de ayer no había ciudadano que no pasara por tales horcas caudinas. Hoy nadie se confiesa, pocos van a comulgar, hay muchos que no pasan por el bautismo… y así el resto. Lo de matrimonio y funeral todavía tiene cierto parné, porque no hay palacios tan hermosos con órgano para casarse y porque en algún sitio hay que reunir a los deudos del difunto.

Pero vayamos a otras consideraciones. La preponderancia a uno u otro de los sacramentos corre paralela con las diversas “corrientes”, incluso herejías, que en la Iglesia se dan o han dado. Incluso los vaivenes históricos eclesiales van por ese camino: si la comunidad eclesial gira en torno a la teología del bautismo, se desdibujan los límites del catolicismo para tornarlo de nuevo vagamente cristiano y ecuménico.

El de la confirmación, que apenas si la Iglesia lo tiene en cuenta, incidiría en un cristianismo carismático, de individuos “iluminados”, y por lo mismo peligrosos, que caminan por su cuenta según la inspiración de dicho “espíritu”.  Si el énfasis se pone en la penitencia –y ya el jansenismo lo puso--, la Iglesia se torna autoritaria, fustigadora de las maldades del hombre, negativa, redentora, centrada en la mortificación, punitiva.

La Eucaristía, que se corresponde en lo humano con la comida diaria, predica la hermandad y el amor, pero en la Iglesia, por facilidad conmemorativa y de forma interesada, ha llegado a ser el sacramento central, desligado de ese sentido de "ágape" para centrarse en la transustanciación y en la comida ritual del dios.

No seguimos con el resto, aunque la idea es la misma, porque la apropiación de la unión de un hombre y una mujer, la segregación del reino de los humanos para dedicarse a “sus cosas” y  la intromisión jerárquica en el final de la vida llamando a todo eso “sacramentos”, repugnan al pensamiento y al sentimiento.

No quiero terminar sin profundizar en lo que, según la Iglesia, son los sacramentos. Para ello acudo al Diccionario de Teología, donde encuentro definiciones teológicas maravillosamente cándidas y pretendidamente profundas. Cito:

 Sacramento como realización de la presencia victoriosa de la gracia en orden a las situaciones decisivas del individuo…

 Signo “ex opere operato” eficaz de la gracia, instituido por Cristo como signo permanente...

 La peculiaridad del sacramento cristiano... se funda en la unión hipostática del Logos con una naturaleza humana y en la esencia de la Iglesia deducida de esa unión.

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