Los mandamientos ¿no eran diez?

En un periódico dominical apareció hace un tiempo una viñeta grafica del “El Roto”, seudónimo bajo el que se oculta un humorista sarcástico y socarrón, capaz de extraer el humor más negro de las situaciones más comunes. En la viñeta se representa a un deportista practicando esquí acuático. Las tablas de esquí son las “Tablas de la Ley”, los Diez Mandamientos. La leyenda que encabeza la caricatura reza: “La herencia cristiana”.
Pocos días después, encontré en mi buzón electrónico una asombrosa noticia: “En estados Unidos, el Tribunal Superior decidirá si desaparecen de las Cortes de Justicia las “Tablas de la Ley” sobre las que los jueces juran su cargo (algo así como en España el Crucifijo y la Biblia ante la que ¡todavía! juran o prometen los ministros del Gobierno o altos cargos del Estado) Y finalmente, conservo otra ilustración de Máximo, el humorista gráfico con aires de teólogo, que representa al anciano Dios comentando con su ángel secretario: “Y por qué suponer que en tiempos de guerra queda derogado el quinto mandamiento?”
Ante estas informaciones, instintivamente mi memoria me propinó un codazo mental y mis neuronas comenzaron a inflamarse. Y emergió la evocación de mi remota infancia en la que nos obligaban bajo palo (no bajo palio) a aprendernos de memoria, de pe a pa, de la A a la Z, comas incluidas, los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, las Obras de Misericordia, las Virtudes Teologales…, y todos los etcéteras del catecismo.
La verdad es que no me extraña que los Mandamientos de Dios estén hoy día tan devaluados. Y es que (eso parece) ya no nos sirven para navegar por el proceloso mar de la vida y agarrarnos a ellos como “tabla de salvación”; sino, como mucho, para “patinar” o hacer “surfin”. Aparentemente los hemos reducido a dos: “Yo ni robo, ni mato, así que…”.
Y es que, mirándolo bien, hablando de reducciones, parece que el sexto sólo existe apocopado, el sexo mandamiento. Y no hablemos del noveno; no, no. Ni pensarlo. Y no digamos nada del cuarto, ese de “honrar al padre y a la madre”, que actualmente se ha desmadrado. Y considerando el octavo, vemos que abundan las mentiras piadosas, cuando no la hipocresía, la doblez o la falsedad encubiertas. ¿Y el décimo? ¿Quién no “codicia” (o al menos “mira con codicia”) los “afortunados” bienes ajenos…?
También en el recuerdo resucito a JP2 glosando un pasaje evangélico. Todo infalible él, enfáticamente adoctrinó: “El que mira a su propia mujer con ojos de concupiscencia, ya peca”. Y un frívolo comentarista chocarrero apostilló: “Ya quisiera yo, después de veintitrés años de casado, mirar a mi mujer con ojos de concupiscencia…”
A fuer de sincero, lo que más me molestaba del catecismo es que, tras el inventario (¿de invento?) de los Mandamientos, concluía: “Estos diez mandamientos se encierran en dos: “Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Entonces, ¿para qué memorizar los diez? Ganas de llenar de broza el disco duro cerebral.
Observando el mundillo que nos rodea, me lo explico todo. Normalmente, la gente creyente “da a Dios lo que es de Dios”:
---le ama (no siempre sobre todas las cosas, pero vale);
---no usa en vano su santo nombre (bueno, tampoco siempre; no hay más que conectar el sonotone)(1)
---santifica las fiestas (esto es más frecuente, no tanto en la iglesia como, sobre todo, fuera de ella, que para eso están los puentes).
Pero amar al prójimo, lo que se dice “amar” al próximo, al vecino, al jefe, a quien no piensa como yo…, así, como a mí mismo… ¡eso ya es harina de otro costal! Ese amor fraterno que se proclama, reclama y declama, viene a ser, de hecho, la armonía fraternal entre los legendarios Caín y Abel. Y es que existe una cierta voluntad cainita de “exterminar” al prójimo: de excluir, desdeñar, relegar, recusar (por no decir odiar) a quien no es de mi corporación, de mi sentir o de mi creencia…
No mato; pero odio, insulto, humillo, ultrajo, desprecio y menosprecio.
No robo; pero falseo, oculto, defraudo, estafo y trampeo.
No levanto falsos testimonios; pero cotilleo, juzgo, critico, murmuro, excluyo, califico y descalifico, …
¿Para qué sirven, entonces, las Tablas de la Ley?
¡Hala. A hacer todos esquí acuático!
(1) Adjunto una anécdota chocante, y que no sirva como argumento. Sucedió a la salida de la misa mayor. Un fiel cristiano cumplidor del precepto dominical, entra en el bar situado frente al templo y, como saludo al amigo que le esperaba para “txikitear”, le espeta entre resentido y guasón: ¡¡Vaya plasta de cura, cagoendios!!