El mundo sin Dios es un infierno

Rescato del baúl de las anotaciones una frase proferida por Benedicto XVI en agosto de 2011, con motivo de la XXVI (vigésimo sexta) Jornada Mundial de la Juventud que se celebraría en Madrid en ese año.

“La experiencia enseña que el mundo sin Dios se convierte en un infierno, donde prevalece el egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las personas y los pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza”

 “El mundo sin Dios es un infierno”. Fuerte, ¿no? Tanta rotundidad remueve el pensamiento e incluso el sentimiento. Habría que que haber dicho a SuSa, por abreviar Su Santidad, que moderara sus palabras o que las contrastara con la realidad. Porque lo que ahí dice es, simple y llanamente, MENTIRA. En realidad, se les da tan bien a personajes de su alcurnia pronunciar frases grandilocuentes…

Pero vayamos al grano. El pontífice asegura que todos los males que enumera, egoísmo, división, odio, desamor, tristeza y desesperanza, son causados por la ausencia de Dios y que esta constatación es una enseñanza que nos viene dada por la experiencia, si, la experiencia.

Cabría preguntar al Santo Padre que a qué experiencia se refería. Experiencias, por supuesto, negativas, de gente alejada de Dios o dejada de la mano de Dios.

¿La suya, la mía, la de los santos, la de los condenados, la de los perseguidos, la de los perseguidores, la de los pecadores, la de los que sin pecar se sienten indignos, la de los bautizados, la de los que murieron sin bautismo, la de Galileo, la de los que aguantaron a la pareja que no querían, la de los que se divorciaron de la suya, la de los homosexuales marginados, la de los heterosexuales que los discriminaban, la de los que, ejerciendo la caridad, viven las miserias del mundo, la de los que demandan justicia, la de los pobres que sí pasan por el ojo de una aguja, la de los ricos que no van al cielo, la de los que lloran sin consuelo, la de los que son consolados...? ¿A qué experiencia se refiere el pontífice?

Yo tan sólo puedo hablar de la mía y no coincido con él. La época más desnortada de mi vida fue cuando creía en Dios, en su dios, en el dios católico. Fue durante mi niñez y adolescencia. A los catorce años mi bagaje vital se reducía a la creencia en un ser todopoderoso, un cielo para gozar y un infierno para penar, una moral que me provocaba sentimientos continuos y alternativos de culpa, pecado y liberación --aunque para conseguir esto último tuviese que contar periódicamente todas mis miserias a uno de mis educadores-- y, finalmente, se me había instruido en el desprecio e intolerancia hacia todo aquello que no fuese conforme con este pertrecho de creencias incontestables.

Los primeros años de mi existencia, en los que creía ciegamente en Dios, dejando aparte los tiempos felices de estudio, convivencia con mis compañeros, juegos, lecturas, etc., estuvieron presididos por el miedo, la culpa y la ignorancia, cuando de pensamientos espirituales se trataba. Ésta ha sido mi experiencia. Y me atrevo a pensar que la experiencia mía es extensible a cuantos convivían conmigo. Que cuente el Papa la suya.

El egoísmo, el odio, el desamor, la tristeza y la desesperanza existirán siempre, porque son sentimientos consustanciales con la naturaleza humana. Lo maravilloso es que el altruismo, el afecto, el amor, la alegría y la esperanza seguirán anidando en el corazón de las personas, sean éstas creyentes, agnósticas o ateas, y Dios, con todos mis respetos, no pinta nada en que deje de ser así.

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