El nacionalismo es veneno de la convivencia y cáncer de la democracia.

No me he puesto a investigar, ni quiero saber, por qué las ideas nacionalistas encandilan a tanta gente, especialmente jóvenes recién salidos de una adolescencia saturada de consignas corruptoras.

Se podría discutir si es válido, correcto y, sobre todo, legal sustentar, defender y promover ideas nacionalistas en contextos políticos democráticos. Se suele decir, como principio de libertad, que cualquiera puede esgrimir y expresar sus ideas, sean las que sean.

No participamos de este aserto, porque no todas las ideas, aventadas en público, son admisibles. Ideas que, blandidas por algunos, atentarán contra el orden social, ideas que siempre conducirán a actos que derivarán en perturbación y destrucción de la convivencia. Envenenan la cabeza especialmente de los jóvenes idealistas con mensajes dañinos para sí y para el entorno social.

Así ha sido cuando volvemos la vista atrás y vemos las consecuencias derivadas de discursos nacionalistas, porque es entonces cuando topamos con hechos, no con ideas. Hechos que deben llevar a una reflexión profunda sobre las consecuencias de tales discursos.

Respecto al título que encabeza estas palabras, en los inicios de 2014 me reafirmé en la convicción que, ciertamente,  ya tenía pero que quedó confirmada todavía más cuando quise saber los preliminares de la que llamaron Gran Guerra, I Guerra Mundial.

Quise recordar con mayor profundidad los prolegómenos y las consecuencias de este desastre y, aparte de artículos, mapas, acciones bélicas puntuales, victorias y derrotas de unos y otros, leí con fruición dos libros que recomiendo, Los cañones de agosto, de Bárbara W. Tuchman y, sobre todo, Sonámbulos, de Christopher Clark, con el añadido del testimonio directo de un combatiente, Louis Barthas, Cuadernos de Guerra.

La chispa del gran drama que fue la I Guerra se inició con la agitación social promovida por el movimiento nacionalista exacerbado de Serbia. La muerte del heredero del Imperio, archiduque Francisco Fernando de Austria a manos del grupo liderado por Gavrilo Princip, condujo en un “crescendo” insensato al descabellado juego bélico de alianzas: Rusia, Francia, Inglaterra frente al Imperio Austro-Húngaro y Alemania. Terminó con el epítome festivo de Versalles, que llevaba consigo la miseria de Alemania.  Como reacción, de nuevo otro nacionalismo, el alemán, “nazionalsocialismus”.

La patria y la nación por encima de todo y de todos. El primitivo pensamiento Volkgeist, “el espíritu o la voluntad del pueblo”, de Herder, que impregnó la mente de muchos descerebrados del siglo XIX, también en España, más ávidos de poder que de otra cosa. En resumen, que de esos nacionalismos, prácticamente todo el siglo XX quedó sumido en guerras directas o delegadas. Toda nuestra vida activa.

Es preciso distinguir conceptos, porque el amor al propio terruño, las tradiciones, la lengua, el folklore nada tienen que ver con el nacionalismo, porque éste implica exclusión, incluso desaparición del contrario del modo que sea, haciéndole la vida imposible o, sencillamente, eliminándolo. 

Son ideologías trasnochadas de finales del siglo XIX que se mantienen sin sentido alguno en una sociedad, la de hoy, más abierta, más integradora y más universal. Y que tampoco tienen sustrato en la historia anterior al siglo XIX, por más que ellos la tergiversen. Nacionalismos, además, que beben o se apropian de lo  más nauseabundo de las ideas de derechas y de izquierdas.

Vemos el nacionalismo vasco y resulta ridículo hoy día mantener un ideario basado en Dios, raza, lengua y deseo de independencia, “nobles” ideales surgidos de la tragedia de las guerras carlistas. Es lo que Sabino Arana pretendía para su “patria”. Y unos, de momento, lo han reivindicado respetando las reglas del juego y otros por las armas y la sangre de los otros, en vano intento de demoler el Estado.

Y si del otro hablamos, el nacionalismo catalán, ¿en qué se resumen sus pretensiones? La lengua ha sido un pretexto, porque la historia no avala sus fantasías. Puestos a escarbar, lo que subyace es el inmoderado amor a la “pela”, que es más suculenta cuando se consigue el poder. Si no, que se lo digan a los muy honorables Pujol.

Hoy, por efecto de una ley electoral hecha a su medida y que no previó estos efectos perniciosos, esos grupúsculos con arraigo en determinados ámbitos geográficos y no en todo el territorio nacional, se ríen del resto de españoles.

Pretenden, y consiguen, sacar tajada con las exigencias más rocambolescas que se les ocurren, sin que las reglas del juego sean un obstáculo para ellos. Y, algo de lo  que no quieren darse cuenta quienes podrían poner coto a sus ansias, son insaciables. Jamás se contentarán con trocitos de la tarta nacional, aunque sean opíparos banquetes los que les prepara el que no tiene redaños para pararles los pies.

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