Una novicia abandona el convento.

Siglo pasado, década de los cincuenta y sesenta. Las congregaciones religiosa viven una época dorada, con abundancia de vocaciones y conventos a rebosar. ¿Una oveja negra? Cierto que de negro se revistió. 

Me dice que a muy pocos les ha contado lo que “allí” vivió, un convento en Carabanchel, Madrid. Después de muchos, muchísimos años, todavía con el temor a la incomprensión, a pequeños sorbos ha contado retazos de ese breve paso por el claustro. El trauma sufrido dejó una profunda huella, superada pero no olvidada, en su afectividad.

El episodio que traigo aquí es de suponer que lo vivieron cientos de muchachas que tuvieron que abandonar traumáticamente el recinto claustral allá por la década de los 50 o 60.  

  • Entré en el convento con 17, casi 18 años, salí a punto de cumplir 21. Yo había terminado el bachillerato y parte de magisterio; me consideraba una muchacha culta, elegante y agraciada, de familia “bien”. Nada más entrar ya percibí algo raro: yo me sentía distinta; me encontré allí con chicas muy vulgares; la mayor parte eran de procedencia humilde, muchas de pocas luces.
  • Aparte de anécdotas referidas a la propia vida conventual en sí, ya de por sí kafkianas, sufrí mucho por culpa de esa envidia insidiosa con que el que se siente inferior ve al otro. Algunas no podían soportar que yo pintara bien. De hecho hicieron estampas con mis dibujos e incluso publicaron fotos mías en revistas de la Congregación. Algunas no podían soportar es "distinción".  

Hoy, en el ambiente familiar acomodado y con el calor humano que dan sus hijos y, sobre todo sus nietos, vive sus recuerdos internos con un no olvidado temor y hasta con un punto de angustia. ¡Y sólo fueron dos años largos de estancia!

No podía ya aguantar más,  estaba en juego incluso su salud, me dice. Decidió abandonar. Ya sólo el comunicar tal resolución fue tarea asaz difícil, por la oposición cerrada de la superiora a la misma. Inimaginable escapar, no sólo por no caber en su forma de ser sino también por no tener apoyo alguno en el exterior ni medios económicos para ello.

  • A mis padres no les podía decir nada, porque las cartas las entregábamos abiertas a la madre superiora; si ella no daba el consentimiento, volvían a nosotras con párrafos tachados o sugerencias escritas a lápiz. Todas eran sometidas a censura.
  • Vi un resquicio abierto para poder comunicarme con el exterior, en el Director Espiritual que yo había tenido antes de entrar. Se llamaba Efrén de la Madre de Dios, carmelita residente en la Pza. de España, autor de muchos libros. Murió hace ya bastantes años. A él sí podía enviar cartas cerradas que la "madre" no podía abrir. Le digo por carta que no puedo aguantar más, que me marcho.
  • Al director espiritual le faltó tiempo para entrevistarse conmigo: él me había empujado a entrar en el convento. Le hago partícipe del profundo malestar en que me encontraba, de la imposibilidad de continuar en este ambiente, que pasaba noches enteras sin dormir, miedos irracionales que nunca había tenido, horas llorando, la cama empapada de sudor, tristeza y angustia continua, mal humor que debía ocultar con sonrisas hipócritas o porte de recogimiento...
  • Mi director espiritual me dirigió palabras de comprensión y de aliento; me hizo ver que eso era natural; me animó en el esfuerzo por sobreponerme; me habló de lo que cuesta al principio todo; de que ésas eran las verdaderas pruebas del Señor... Lo que me dijo luego -- “Profesa por un año más, bajo mi responsabilidad”-- me sonó a chantaje utilizando arteramente factores de relación personal.
  • Vi que en él no encontraba palabras de comprensión, que él era una parte más de la rueda vocacional --cosa lógica por otra parte-- por lo que decidí hablar directamente con la "madre maestra" y comunicarle mi irrevocable decisión. Ésta, al igual que mi director, utilizó suaves argumentos pero de dura presión psicológica.¡Cómo recuerdo su cara y su voz al oír esta frase!: “Todo aquel que pone la mano en el arado y echa la vista atrás no es digno del reino de los cielos”... frase espantable para alguien como yo, inmersa en un mundo de salvación o pecado.
  • Todo, más o menos y de cualquier forma, un no querer dejarme marchar ni, por supuesto, ponerse en mi lugar; una utilización artera del lavado de cerebro: el uno, el director, en no querer admitir el fracaso de su recomendada; la otra, no queriendo soltar la presa que era yo. Entiendo que ante problemas de índole menor trataran de "ayudarme", pero no era ésa la sensación que yo tenía. La puerta de entrada había sido amplia, abierta a la calle principal, llena de sonrisas y afecto; la de salida se convertía en postigo atrancado y, físicamente, con salida por la “ trasera".
  • Digo esto último porque nadie que abandonaba la vida religiosa se podía despedir de amigas, que también las tuve, como es lo normal en la vida "de fuera". Para la salida escogían horas especiales, las hermanas en la capilla o en sus celdas, y siempre por la puerta más escondida del edificio. Inimaginable que me vieran “vestida de calle”. Y de acompañarte al autobús o al tren... ni pensarlo.
  • Después de mucho tiempo sin salir a la calle, te encontrabas sola a la puerta del edificio con el dinero justo para comprar el billete... Cuando ya la decisión estaba tomada, me permitieron escribir a mis padres, residentes en una ciudad del norte. La premura de mi salida impidió que vinieran a por mí. ¡Qué tristeza me da ahora todo aquello!

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