La novicia de hace 60 años.

Continúo la retahíla que hace días traje a colación: cosas del pasado entre monjas. Entre otras cosas, la búsqueda de la santidad por prácticas que hoy nos parecen ridículas. 

Todo cuanto aquí refiero lo guardaba escrito hace ya muchos años, no son confesiones de ayer. Dado que la persona en cuestión ya no puede prohibirme que lo cuente, me atrevo a ello.

De las prácticas consuetudinarias, de la vida reglada, de su relación con las demás "hermanas" me contaba...

  • Al principio lo tomé con un poco de risa, el verla cojear o andar de manera tan especial... Luego deduje que quería que el resto las monjas “supiesen” las penitencias corporales a que se entregaba: cilicios en piernas, brazos o cintura...
  • Me producía estremecimiento el oír desde mi celda los latigazos de la hermana de al lado. Era una penitencia que de vez en cuando y por obligación nos teníamos que propinar en las nalgas o glúteos. Algunas hacían como yo, dos fuertes a la pared, uno a la silla y uno flojo en el trasero. Pero de esto y de los cilicios ya le contaré de forma más extensa.
  • Yo entré un martes. Al día siguiente, miércoles, a la hora de sentarnos a comer veo que todas levantan la tapa de su asiento y sacan algo de ella. Le pregunto a la de al lado qué pasaba y qué tenía que hacer yo. Me manda callar. Todas se ponen una soga al cuello y se sientan en el suelo. Los miércoles tocaba garbanzos viudos y dos sardinas. Sentada ya en el suelo, no me lo podía creer: ¡A mí nadie me dijo nada de esto...!, comento. Mirando a la de mi lado añado: “Debajo de la mesa y comiendo sardinas, pues como los gatos”. Carcajada.
  • Silencio sepulcral: “¿Quién se ha reído?” se oye a lo lejos. Después de un rato, mi compañera tuvo que salir de rodillas, delante de las casi 200 que estábamos allí a pedir perdón por haberse reído. Ah, otra cos, como signo de pobreza usábamos cucharas de palo.
  • Una vez casi muero no sé si de risa o del espanto que me produjo ver entrar de rodillas en el refectorio a una hermana mayor, de casi 40 años, estando todas ya sentadas, seguida de una recua de novicias. Era un acto extremo de humildad y humillación el pedir perdón en público por los pecados propios: nadie sabía a qué pecados se refería. Serían tonterías, porque con seguridad no habría confesado delante de todas su “relación” acaramelada con el confesor, con el cual comenzó después una vida pletórica y humana. Al menos eso dijeron cuando se marchó. Yo no lo supe. Era algo habitual que se hacía los viernes, de lo que tampoco me habían informado antes de entrar. Lo cierto es que cuando pasó a mi altura yo debí comentar algo inocente: se me quedó grabada la cara de odio y de soberbia con que me miró. No hay nada tan letal como hacer patente el ridículo de tales prácticas vistas con los ojos de alguien que procedía de un ambiente normal.
  • Otra cosa que me daba pavor era la perspectiva de tener que salir a las gradas del altar a decir mis culpas delante de todas y, peor que eso, tener que oír los reproches y acusaciones de las demás sin poderlas ver. Lo demoré más de dos años. Y después de tanto tiempo, casi cuando ya tenía que profesar, salí porque la Madre Maestra preguntó si había alguna que no había salido. Tuve que levantar el dedo, recibiendo esta invectiva: "¿Y no le reprocha su conciencia la soberbia que demuestra?" Respecto a las demás, parecía que esperaban ese momento para manifestar la envidia que las corroía.
  • Y fui acusada, claro que fui acusada. Después de tanto tiempo de convivencia a alguna sólo se le ocurrió acusarme en público de falta de pobreza porque mis padres me habían comprado unas sandalias con dos tiras de cuero, dado que las de plástico me producían ampollas inaguantables. También me acusaron ¡de que me reía! El colmo.
  • Ya lo he dicho antes, que en determinados días teníamos que comer sentadas en el suelo con el plato entre las piernas y una soga al cuello. Era ¡para imitar a Cristo! ¿Se imagina Ud. qué espectáculo, doscientas monjas debajo de la mesa...?
  • Una vez tuve que salir en el refectorio con una soga al cuello delante de todas por haber roto un plato sin querer. ¡Qué humillación sentí por algo involuntario! 
  • Había momentos del día, el recreo, en que podíamos hablar; eso sí, nos distribuían en grupos para no ser siempre las mismas. Una vez me tocó con una que empezó su recreo así: “¿Hablamos de cómo podemos mortificarnos mañana más?”
  • Ya se lo dije antes, pero recibíamos las cartas de nuestra familia abiertas, incluso hasta con párrafos ilegibles, por estar tachados.
  • Las nuestras también las debíamos entregar abiertas y a veces la maestra nos “sugería” lo que teníamos que contestar a nuestros padres. Yo dejé de escribir. Me dije: ¿Para qué, para contar mentiras?
  • En el noviciado incluso nos dictaban determinadas expresiones de la “felicidad” que sentíamos.
  • ¿Qué, que te diga algo del "buen rollo" que hay dentro, de que las hermanas se quieren, del amor entre nosotras? Estando fuera es cuando me he dado cuenta de que tal “amor de unas a otras” en la mayor parte de los casos eran verdaderas relaciones lesbianas. Cuando no, el trato afectuoso era superficial o nulo. Quizá le cuente más tarde algún caso. 
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