Estos son mis poderes.
| Pablo Heras Alonso.
La frase, como es bien sabido, la pronunció el Cardenal Cisneros señalando unos cañones ante quienes buscaban socavar la encomienda recibida de ostentar la regencia del reino hasta que llegara a España el heredero de la corona, Carlos V. Y ahora la referimos al poder que todavía ostenta la Iglesia dentro de la sociedad civil.
La pregunta de cómo la Iglesia Católica y, previamente, el Cristianismo pudo llegar a ostentar tan inmenso poder a lo largo de tantos siglos tendría una prolija explanación de causas. Y necesitaría un análisis meticuloso que llegaría hasta los primeros años de su expansión por occidente. Se nos ocurre resaltar lo que se desprende de tal proceso:
- En un primero momento, el cristianismo se expandió entre reducidos grupos de población, sobre todo en comunidades judías de la diáspora, formando células de gran aliento y poder de convicción en las principales ciudades del Imperio. Ellos fueron los que captaron prosélitos por su predicación y ejemplo de vida entre las masas empobrecidas, entre siervos, incluso esclavos, ofreciendo el consuelo, la comprensión, el valor de la pobreza y el sufrimiento, como se expresa en las bienaventuranzas.
- En un estadio posterior, su doctrina espiritual, muy superior a la ofrecida por el culto oficial, cautivó a determinadas élites de la sociedad, personas eminentes, ilustres o con altos cargos en la administración del estado, tal como leemos en Hechos de los Apóstoles.
- A la par y casi sin pretenderlo, quedaba manifiesto el desprestigio de las religiones oficiales, lleno de fábulas, mitos increíbles que nada tenían que ver con la vida de las gentes. Tal descrédito lo resaltaban los mismos escritores romanos, como Cicerón.
- Pasado un tiempo y frente a opiniones de eminentes escritores “paganos” que hacían patentes determinadas prácticas cristianas, fueron surgiendo intelectuales cristianos, escritores, obispos y predicadores, que eran cultos y letrados y manejaban en grado eminente la apología, es decir, la defensa de la propia doctrina, el encomio de la vida virtuosa y la crítica de los aspectos más burdos y rastreros de las religiones paganas.
- A partir del reconocimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio, especialmente a finales del siglo IV, fue determinante en el asentamiento del cristianismo la simbiosis con el poder. Tanto a la Iglesia cristiana como al Emperador interesaban el avenimiento y la mutua cooperación. La Iglesia obtuvo suculentas prebendas y apoyo tanto legal como económico; y por su parte el Emperador podía disponer de grandes grupos sociales sumisos al poder, que la Iglesia estimulaba.
- Desde entonces, y podemos decir hasta el siglo XVIII, la Iglesia tuvo un instrumento enormemente poderoso en el chantaje emocional ejercido primero sobre el pueblo y, sobre todo, sobre las autoridades civiles, siendo la inmensa mayoría de ellos analfabetos, ignorantes y crédulos en grado sumo. Hablamos de la “la salvación del alma” que la Iglesia procuraba como mediadora ante Dios.
En otro orden de cosas, hay otros elementos que inciden directamente en la psicología y evolución de la personalidad de los individuos, muy propensos a creer lo que los “sabios” dicen. Y esos sabios dentro de un mundo ignorante no eran otros que los sacerdotes. Ellos eran los que “conocían” el otro mundo, la vida futura, el reino futuro de Dios. De ello la plebe “creyente” no tenía ni idea o necesitaba creer en algo por encima de las miserias de la vida.
- El desconocimiento del porqué de las cosas que suceden, sea en la naturaleza, sea en la propia persona, genera inseguridad, perplejidad, indecisión y muchas veces miedo. Es “lo desconocido” y, sobre todo, la muerte lo que mayor angustia y ansiedad provocan en la persona. De ello siempre ha sacado la Iglesia provecho: unas veces dando respuestas positivas, como asegurar la confianza en Dios, y otras negativas, hacia quienes contravenían las leyes divinas, amenazando con el “fuego eterno”, entregando al infractor a los tribunales eclesiásticos o asimilando preceptos religiosos a leyes del estado.
- Otro control muy efectivo de la vida del creyente lo ha constituido la apropiación o monopolio de los “ritos de paso”. La vida entera de los individuos, tanto si querían como si no, ha sido regulada por la Iglesia, instituyendo sacramentos, ritos y oraciones “ad hoc” para cada etapa cardinal de su existencia, desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por la adolescencia y juventud, por el matrimonio, por la comida tanto material como espiritual o por la expiación y enmienda de la conducta.
- Respecto a este último punto, la confesión no sólo ha servido para tranquilizar la conciencia pecadora sino que, por medio de ella, la Iglesia ha tenido información exclusiva, privilegiada y fidedigna, exacta y cabal, de cuanto sucedía en la sociedad. Y quien tiene “la” información, tiene el poder.
- Si nos ceñimos al ámbito de los “consagrados al Señor” y a cuantos se adhieren a sus prácticas en el ámbito secular, el “lavado de cerebro” ha sido práctica constante a lo largo de los siglos: colegios religiosos, homilías y sermones, admoniciones particulares, denuncias, retiros, ejercicios espirituales…
De estos cuatro últimos apartados, ¿qué le queda hoy a la Iglesia Católica? Nada, prácticamente nada. La educación generalizada ha raído la incultura; la sanidad ha procurado un alivio otrora detentado por la Iglesia; los “ritos de paso” se celebran de manera festiva; la psiquiatría y psicología ha mermado clientela angustiada o neurótica a los confesores; y es general la defección ante ritos que nada dicen o que se viven de manera folklórica.
¿Por qué, sin embargo, la Iglesia sigue conservando el pedigrí de siglos pasados? Aparte de otras consideraciones, se nos ocurren tres razones: una, por el enorme poder inmobiliario que detenta, en general bienes imposibles de pignorar y que son presencia impuesta en el horizonte secular; otra por el boato y ostentación de muchas de sus ceremonias, con festividades, procesiones o peregrinajes de variado cariz; y, por último, por el inmenso poder económico que detenta y que todavía busca acrecentar ([1]).
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[1] Modelo de esta conducta ha sido el señor cardenal de Madrid, Don Antonio Mª Rouco Varela. De él decían en su tiempo que buscaba convertir los aledaños al sureste de la catedral de Madrid en un mini-Vaticano.