Diez razones para la indiferencia hacia algo indiferente: Dios.
"En ningún momento de la historia, en ningún lugar del planeta las religiones han servido para que los seres humanos se acerquen los unos a los otros. Por el contrario, sólo han servido para separar, para quemar, para torturar. No creo en Dios, no lo necesito y además soy buena persona"
J. Saramago (1922-2010)
Se puede creer en Dios, como se puede creer en el efecto consolador y salvífico de un desahogo ante un amigo o consejero. Pero conceder elementos personales a tal acción, al hecho de explayarse, sobrepasa las entendederas de cualquiera que desapasionadamente medita sobre ello. Porque ni más ni menos es Dios.
¿Razones? Muchas. Estas diez pueden acercarnos a los porqués de quienes creemos en otro dios mucho más cercano y humano: el propio hombre.
1. Se da por supuesto que Dios existe. Igual de consistente puede ser el antagónico “Dios no existe". Pero ante la afirmación “Dios no existe sino como invento del hombre”, chirrían las estructuras de la mente, los crédulos ponen el grito en el cielo, cae sobre uno la maldición, el anatema y la exclusión social. Sin embargo y a pesar de todos los peros, igual de consistente es el “Dios existe” como el “Dios no existe”.
2. Las pruebas más sólidas son pruebas que podríamos calificar “de parte”. Es decir, pruebas interesadas, o sea, pruebas fabricadas. En esencia, Dios existe porque Él lo ha dicho, porque Dios se ha revelado, porque ahí está su palabra (A. y N. Testamentos). La consistencia de tal prueba brilla por su inconsistencia. Si por la cantidad, hay millones de personas que no aceptan, desconocen o prescinden de tal “palabra de Dios”; otros muchos millones tienen otra “palabra de Dios” distinta y muchas veces contraria cuando no contradictoria; y otros muchos millones niegan tal fundamento existencial. En el aspecto cualitativo del asunto, nunca algo se puede demostrar sólo porque alguien lo ha dicho.
3. Consecuencia de lo anterior –religiones basadas en “el libro”—es la diversidad de dioses creídos y sostenidos por sus prosélitos, tanto en el tiempo como en el espacio. Y hablamos de dioses conocidos, podríamos decir “históricos”... pero la humanidad tiene muchos miles de años de existencia. ¿Con qué dios quedarse? El aspecto geográfico de la creencia muestra la inconsistencia de tal entidad sobrenatural.
4. Si consideramos la relación de Dios con el hombre, todavía chirría más el dios que tratan de introducir, que introducen, con calzador en la mente mágica de los infantes. Podríamos repasar las afirmaciones del “Credo”, pero bastaría para desmontar el tinglado divino considerando la antítesis “libertad del hombre” y “providencia divina”.
5. Otro aspecto que desmonta la existencia de ese Dios previsor, providente, munífico, --no hablemos ya nada de la “omnipotencia divina”—es la consideración del “mal”. Dejemos de lado el mal que provoca el hombre, al que se remiten los crédulos de tal Dios: debemos hablar especialmente del mal natural (un huracán devastador, un temblor de tierra, niños aquejados de cáncer…), que no tienen ni justificación ni explicación cuando recurren a Dios.
6. Ese Dios supuestamente residente en no se sabe dónde, lo hacen relacionarse con el hombre ¡a través de otros hombres! Esto es genial: hay una casta que administra los bienes divinos y se dice a sí misma representante de Dios en la tierra. De nuevo: genial. ¿Y cómo es esa casta sacerdotal? Tan humana como cualquier organización de los hombres. Las más de las veces desmerece de su cometido, quizá hasta obliga a un papa a abdicar, preocupada por los bienes de este mundo –o por la burocracia organizativa de “su” mundo--, instalada en un bienestar propio despreocupado e improductivo… cuando no incompetente. Pero volviendo al principio: un Dios que reside no se sabe dónde. No puede ser en la Naturaleza, porque caemos en el panteísmo; no puede ser en cada hombre, por reduccionismo; no puede ser, como antes se decía, “en el cielo” porque tal concepto escapa a cualquier percepción… ¿Dónde está ese “dios”?
7. De nuevo instalados en la credulidad de quienes aceptan a Dios… da mucho que pensar que tal dios sea mantenido por una masa inmensa de personas sin instrucción, pobres, sin capacidad o siquiera tiempo para pensar en lo que creen, asidos las más de las veces a prácticas rituales que en nada difieren de las prácticas de brujería de otros tiempos o a credulidades que ofenden incluso al buen gusto. Ahí tenemos esa larguísima cola ante el Cristo de Medinaceli: “se le pueden pedir tres favores, de los cuales será concedido uno”. Y eso lo mantiene y fomenta la casta clerical…
8. Ese dios al que muchos acuden no es otra cosa que un deseo de que algo suceda; es un dios sin autonomía respecto al hombre; es un dios, sí, omnipresente, en tanto en cuanto haya un crédulo dispuesto a ver certificada su credulidad. Es un dios sin domicilio fijo, dispuesto a encarnarse todos los días en los ritos que mutuamente se auto conceden existencia.
9. Un Dios que se evapora cuando entran en colisión instancias “ociosas”, es un dios sin consistencia. No puede ser que los preceptos divinos dependan de un partido de fútbol a tal hora o a tal otra. No puede ser que sus mandamientos “particulares” sean pasados por alto a la mínima oportunidad de viajar a Tailandia o a Tanzania o pasar una Semana Santa viendo cómo sus amantes fieles se solazan en las playas canarias: oír misa entera…, confesarse…, comulgar…, ayunar…, pagar diezmos y primicias… (éste también es sintomático y de gran relevancia histórica).
10. En el fondo y en la forma, la creencia en dioses es algo insignificante para cualquier persona dotada de inteligencia, con profundos valores morales asentados en la infancia y con valores humanos fuertes y sólidos. Nada de esto, que es el soporte donde se asienta la personalidad, tiene que ver con un dios que dicta las normas para hacer el viaje de la vida. Cuando dios, o Dios, desaparece de la perspectiva vital de una persona, es cuando se ve tal inconsistencia y cuando se aprecia el engaño en que personas interesadas –la casta sacerdotal-- le han sumido a uno a lo largo --y ancho—de su vida.