Más sobre “el sublime inventor”

El ubicuo Pablo de Tarso


Hurgando por aquí y por allá --lógicamente no en “sus” fuentes y credenciales-- he leído que las únicas referencias, en las cartas de Pablo de Tarso, a la realidad, o sea a la historia, ¡son interpolaciones o falsificaciones! Caso de que esto sea verdad, más a favor de la tesis que se expone aquí.

Edouard Dujardin (murió en 1949), poeta, novelista y ensayista, dice:


...la literatura de Pablo “no se refiere a Pilatos o a los romanos o a Caifás o al Sanedrín o a Herodes o a Judas o a las mujeres santas o a ninguna persona tenida en cuenta en el relato evangélico de la pasión; por eso nunca hace tampoco ninguna alusión al pasado; por eso no menciona absolutamente ninguno de los acontecimientos de la pasión, directamente o por la alusión”.

Después de este exordio, bien quisiéramos pasar a lo que es el propósito que nos trae aquí --por qué hablamos del mito de cristo--, pero la figura de Pablo de Tarso siempre atrae, es fascinante. En muchos sentidos, tanto por su personalidad como por sus escritos.

Aunque no todas las Cartas que dicen que son de Pablo de Tarso lo son, hay que reconocer que suya es la “esencia” del cristianismo. Sus Epístolas revelan mucho talento y mucha sapiencia en quien las escribió. Y la referencia a las Iglesias fundadas por él y sostenidas espiritualmente por él, dejan ver una gran capacidad de organización. Con razón quien se acerca a sus escritos queda encandilado por la fuerza, la novedad, la profundidad, la cultura véterotestamentaria que revelan.

Para nuestro propósito, Pablo se hace eco, recoge, amalgama y sublima todos los mitos que circulaban –y que él evidentemente conocía— sobre dioses salvadores, dioses resucitados, dioses solares, dioses ctónicos y demás parafernalia olímpica. Persona y educación hicieron posible tamaño reto.

Nació en una familia judía acomodada que pudo permitirse el lujo de enviar a su vástago a estudiar, de Tarso a Jerusalén. Procede y vivió en una región, Cilicia, hoy en la parte sur de la panzuda Anatolia, que era encrucijada de culturas: el poso dejado por los persas, la influyente cultura griega y helenística, su pertenencia a la comunidad judía, su condición de ciudadano romano, su interés por el ocultismo y misticismo mesiánico fariseo...

Y luego, su carácter forjado en un físico enclenque: depresivo a veces, fanático, un tanto paranoide, encerrado en sí mismo durante mucho tiempo, apasionado por lo que creía “la verdad”, violento y sanguinario en sus primeros tiempos si era menester... ¿Es raro que de él surgiera doctrina tan acorde con tamaña personalidad?

Los Evangelios, segunda fuente de mitificación, posteriores las Cartas de Pablo de Tarso --escritas éstas o dictadas entre los años 51 y 63 d.C.-- son también literatura interesada y afectada. Uno de los más importantes para la formación de la primitiva comunidad cristiana, el de Lucas, tiene la impronta del mismo Pablo; no son documentos en modo alguno históricos sino doctrinales, sapienciales o hagiográficos; recubiertos, eso sí, con una pátina de historicidad para dar verosimilitud al relato. Tampoco fueron escritos por “apóstoles”, aunque dicen que sí lo fue Mateo, sino por copistas que recopilaron muchas fuentes orales con todo lo que eso comporta.

Las otras Cartas, de Pedro y Santiago, testigos sí de Jesús y que podrían haber dicho mucho más, apenas si aportan nada sino consejos, representan una minúscula parte del N.T. e incluso se duda de su autoría.

Si a todo ello añadimos las contradicciones sobre los mismos hechos, las discordancias entre sí, ¿qué podemos decir respecto a la “realidad” del mismo personaje? Y si luego nos enteramos de que entre los Apócrifos, es decir, entre los desechados, se encontraban escritos “atribuidos” a Apóstoles como Tomás, Pedro, Andrés, Tadeo, Bartolomé, Santiago o testigos como Nicodemo o Matatías y que una obra que tanto influyó en su tiempo como el Evangelio de los Doce Apóstoles, fue declarada también apócrifa ¿qué decir de los que quedaron?

Respecto a otros escritos del N.T. como el Apocalipsis, el citado E. Dujardin añade que tampoco menciona ningún detalle o drama histórico. El Apocalipsis es un documento que continúa la tradición visionaria de los judíos anteriores en dos siglos a Cristo, pero intenta apuntalar los “hechos acaecidos”, siendo la mejor fuente para “imaginar” los Novísimos y lo que “puede” ser ese Paraíso que todos pregonan como premio por una vida buena.

Precisamente este libro es el que más influjo recibe de simbologías babilónicas y persas. Aunque los judíos desde luego lo entenderían en toda su profundidad, es un texto excesivamente complejo y de difícil intelección para aquellas gentes humildes del primer cristianismo. Cuánto más ahora, que no tenemos las claves con que fue escrito.

Dado que en esto sigo al especialista H.J. Schonfield, afirmo con él que las claves en que está escrito dejan muy mal parada a la interpretación que del mismo hace la Iglesia católica. Si nos guiáramos por el Apocalipsis, más que con ningún otro libro deberíamos aceptar el carácter mítico de Cristo.

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