La vida espiritual del párroco
| Pablo Heras Alonso.
La vivencia de la profesión que uno tiene o administra siempre es motivo de charla, de auto loa o de añoranza. La del sacerdote que administra su parroquia no lo es menos. Vive de su palabra, instrumento poderoso algunas veces o flagelo de la propia consistencia discursiva, dependiendo el tema que le ocupe.
Dejando aparte formas groseras o extemporáneas de presentarnos los milagros, que suelen incluirse en hagiografías de santos muy alejados en el tiempo, incluso la medicina moderna admite que un enfermo pueda curar por la palabra de un chamán, de un curandero, de un sacerdote o incluso de un obispo (esto último ya es más difícil, pero puede ser). Son fenómenos extraños de curación que, sin llegar al milagro, parecen rozarlo y que admiten una explicación biológica. La palabra como elemento generador de terapias.
Y si nos referimos a los milagros, ¿alguien cree hoy en ellos? Al hilo de esta cuestión siempre queda la sospecha de si esos predicadores de la palabra de Dios, también profetas de la revelación y anunciadores del Reino, incluso vehículo de “salvación” sanitaria gracias a su palabra, creen lo que predican.
Decimos esto por similitud con lo que sucede en otras profesiones. Con mucha frecuencia los que más critican su propia profesión o la infravaloran o la reducen son los mismos profesionales: los abogados son los que menos creen en la justicia justa, obligados como están a aplicar las leyes o a buscar caminos ocultos; los médicos curan, sí, pero son conscientes de que no es oro todo lo que reluce; los artistas, bailarines, cantantes son los que mejor ven los fallos reales o los trucos de sus colegas; los políticos de renombre y militares plagados de condecoraciones sienten los puyazos más acerbos de sus propios correligionarios...
¿Y los sacerdotes? ¿Creen lo que predican o sólo son administradores impersonales de la gracia? Recordemos que un sacramento “funciona” ex opere operatoy, por lo mismo, la actitud personal del obrero de lo sacro importa poco. ¿O quizá por eso puedan llegar a la conclusión de que el negocio de la salvación se lo ponen demasiado fácil a los fieles creyentes? Es impensable que no termine de alguna manera quemado el que a diario está jugando con fuego, por más que sea fuego divino o fuego de la gracia.
Justifican su labor pensando que los fieles estarían o se sentirían peor sin esos actos de culto. O quizá como oíamos de pequeños: “Anda, vete a misa que por lo menos eso no te hace daño”. Creo, también, que lo que cree un sacerdote es bastante distinto de lo que cree un simple fiel bueno y cumplidor. Quizá la fe del simple fiel sea más pura. La del preste, por ser más teologal, es más racional y por lo tanto más proclive a la dubitación.
El sacerdote vive en la esquizofrenia del sistema, conoce y lleva a la práctica de manera correcta su oficio, vive inmerso en el “santo cinismo”, finge que lo que hace y dice tiene una profundidad insondable y está convencido “de dentellón” de que así ayuda mejor al fiel crédulo. Pues igual eso es mejor, vaya Ud. a saber. La asepsia o profilaxis del cirujano.
Otra variante de lo que puede llegar a creerse un sacerdote es el liderazgo. Es evidente que los fundadores de sectas, congregaciones o movimientos, todos, se llegan a creer guías o adalides. Pero también un escondido párroco hace ejercicio de tal liderazgo desde el momento en que toda una congregación de fieles, durante todos los domingos del año, presta oídos a sus palabras.
Si a eso pueden aportar don de gentes, facilidad de palabra, encanto personal, verse rodeado continuamente de féminas ansiosas de doctrina y de sonrisas, ¿cómo no sentirse enviado de Dios, líder? Eso sí, harán ejercicios de humildad con la boca pequeña: “Señor yo no soy digno...”
Para desviar la atención sobre susceptibilidades cercanas, citemos un caso de máximo cinismo sacerdotal –o de perversión o de estafa o de delito— como es el personaje fundador del credo mormón: utilizó su “revelación” para erigirse en adalid, para que le entregaran los peculios y para gozar como un poseso de cualquier mujer de su congregación.
¿Caso único? Ni mucho menos. Sucede en todas las sectas. También los hay, aunque lógicamente solapados y escondidos, entre las filas católicas que se prevalen de su rango superior para dar cumplimiento a sus necesidades. Ya hemos visto su deriva pederasta en los últimos tiempos. La endogamia del mundo en que se mueven puede hacer el resto.
La cuestión que aquí subyace, en Joseph Smith, fundador, o en Juan Pérez Rodríguez, obispo, es si en el proceso llegan a convencerse de que son personajes realmente elegidos por Dios. Porque, como se suele decir la función crea el órgano, de igual manera aquí el ejercicio puede generar convicción.