Más sobre la vida interior de un convento femenino.

Ya he consignado que estos testimonios me fueron confiados hará, quizá, más de treinta años. Eran como datos para proyectos distintos, por ejemplo, la “vida interior de un convento femenino”. Ahora suenan a algo extemporáneo, aunque reflejo de un tiempo no tan alejado para muchas que vivieron similares situaciones.

En la próxima entrega verteré mis propias opiniones sobre lo que tales testimonios sugieren.

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¡Cuántas miradas, sonrisas y expresiones lánguidas vi en el trato de unas con otras! ¡Cómo buscaban colocarse junto a las compañeras queridas! Se rozaban con el hábito, cedían el paso con una leve insinuación en el codo, se miraban de manera meliflua y cadenciosa... ¿y las sonrisas? ¡Ay, las sonrisas! ¡Y alguna decía que todo eso era expresión del amor de Dios que habitaba y se repartía entre ellas!

Una vez, al oír cómo una monja aporreaba la puerta de enfrente, abrí la mía con cuidado y vi cómo se dejaba caer en brazos de su "maestra" como desmayada. Esto se repitió luego muchísimas veces, casi podría decir que, durante una buena temporada, a diario. Es de suponer que a la “maestra” le gustarían también tales muestras de “cariño” prodigado.

A esa doliente hermana le pregunté una vez con interés "fraterno" qué le pasaba y recibí tal respuesta airada que me dejó boquiabierta... Eso sí, erguida la figura y tiesa: “¡A ella no le pasaba nada!” Pareció como si mi pregunta le hubiese ofendido.

Me encomendaron una vez acompañar a esa hermana en la enfermería. Al entrar me dijo muy enojada y al parecer contrariada, que me marchara y que llamara a "la madre". No quería que nadie más la atendiera ni quería recibir otros consuelos. ¿Enamoramiento de hija?

Cuando me di cuenta no me lo podía creer. Yo, que casi acaba de entrar, lo noté mejor que las demás: ¡una hermana se había pintado ojeras con lápiz negro de ojos para simular sufrimiento!

Jamás lo pude soportar; vomitaba al hacerlo; era un asco superior a mis fuerzas. Y me reprendieron por no tener "espíritu de sacrificio" diciéndome que debía hacerlo como signo de mortificación: tener que lavar a mano las prendas íntimas de las demás, incluso los “paños higiénicos”

La monja anterior de los desmayos le pidió a la superiora, tras una visita del médico, que la operaran y “la vaciaran por dentro” para ofrecérselo al Señor.

Una noche me dieron un susto de muerte: estando en la celda a punto de acostarme vi cómo alguien se asomaba por el ventanuco superior de la puerta para ver lo que estaba haciendo dentro. ¡Me produjo tal indignación...!

Para remediarlo puse un cartón en el ventanuco para, de ese modo, preservar la poca intimidad que de por sí teníamos. “Alguien”, sin decir quién era, me lo quitó al día siguiente. Eso sí, no volvieron a asomarse por el tragaluz.

Lo de ver qué hacía yo parecía que les gustaba y que tenía su morbo, porque otra vez noté unas manos asidas como garras a la pared medianera tratando de encaramarse para ver lo que estaba haciendo la hermana de al lado, o sea, yo. 

La hermana vecina era algo especial: se quejaba continuamente y, si al fin acudía su hermana querida, todo eran lamentos y suspiros quejumbrosos. Pero creo que esto ya lo he dicho antes. No he dicho que esa misma persona fingía sueños en voz alta, diciendo y citando nombres muy concretos de otras religiosas.

Hacia el exterior, en publicaciones, revistas y folletos, querían, eso sí, dar una imagen agradable, limpia, dulzona... Y yo, como era una chica guapa --creo que todavía lo soy-- era la elegida para sus folletos de propaganda: fotos en el jardín, entre flores, en posturas melifluas, empalagosas, con sonrisa de atardecer primaveral y poses arreboladas.

Creo que la vida religiosa ha cambiado, no sé si para bien, respecto a vivencia del "carisma", pero sí en el aspecto humano. Como el péndulo suele oscilar, ahora me resulta chocante saber que tal o cual "hermana" va con frecuencia a la peluquería, viste de manera elegante, necesita dinero de bolsillo para sus gastos, en vez del metro coge el coche de la comunidad. Bueno... ¿y por qué no?

¿Y por qué cuento esto? Quizá porque es la parte sociológica menos vistosa del acaramelamiento con que se ve la "vocación religiosa". Vivir en comunidad es muy duro. Al comienzo todo son buenas palabras, sonrisas, miradas complacientes... pero luego hasta la más pequeña cosa es motivo de disgusto, de enfado y de contrariedad.

Podrán decir que es cosa ya muy pasada, que estoy relatando casos propios de tratamiento psiquiátrico... Pues no. El "ambiente" general era así, espeso, caliginoso, agobiante, sin libertad alguna, compulsivo... En tal ambiente una pierde la propia personalidad, una no se siente "ella", no hay normalidad alguna en la vida que se lleva o se arrastra...

Hoy esta “mi” Congregación va en caída libre. En mi tiempo éramos más de 3.000. Creo que ahora, pasados unos 30 años, rondan las 750 en todo el mundo.

He de añadir algo importante: no guardo mal recuerdo ni menos todavía animadversión hacia la mayor parte de compañeras; he continuado posteriormente viéndome con alguna de ellas; saludo con agrado a quienes todavía están “dentro” y creo que me reciben con afecto... Creo que a todas nos venció el modo de vida que venía impuesto por “La Regla” y por la costumbre, aunque todavía sigo dudando que la santidad consista en esos ritos y prácticas, todo ello visto hoy como algo absurdo.

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