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La base antropológica de la esperanza es el deseo, el anhelo de que lo que produce displacer desparezca, de que lo que se sueña como bien, se realice.
No se agota en el optimismo, en la vitalidad, en la intensidad de las ganas de que las cosas salgan bien. No coincide con el “todo va a ir bien”, que claramente no es verdad.
La esperanza tiene de buen humor, de apertura al bien, de compromiso y trabajo por construirlo y hacerlo real, de gratitud por lo recibido, de confianza en uno mismo, en los demás, en el sistema, en Dios –para el creyente-.
Sin esperanza, nos entregamos, nos hundimos, o buscamos el ahogamiento para desaparecer. La esperanza es como la sangre: tiene que estar circulando para estar vivos.
Tiene de utopía, sí. Tiene de anhelo profundo de un bien aún no poseído. Tiene de deseo. O quizás el deseo sea la base antropológica de la esperanza.
El que espera, no se instala en la lamentación culpabilizadora del prójimo, sino que se mueve con denuedo hacia lo anhelado. Dicho en latín, la esperanza hace del homo viator, homo pugnator, de vivir a hacer por vivir.
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