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Procesiones de Flagelantes

Chuzos de punta de sórdidas noticias desprenden los medios de comunicación procedentes, todos ellos y con la documentación y oficialidad debidas, de sectores de la sociedad en los que anidaron, y anidan, al abrigo de privilegios ilegibles o de famas y suntuosidades infectas, pero a su vez, inviolables y honorables a la vista de muchos. Sectores tan sensibilizados ante la opinión pública por preponderancias, por exigencias de la supuesta, superioridad, dignidad y prestancia, como la política, la administración cívica, la economía, la justicia y la misma Iglesia, aparecen enfangados, con abrumadores porcentajes de corrupciones de toda índole y naturaleza. Los datos son estremecedores. “Comprar”, “depravarse”, “sobornar”, “pudrirse”, “descomponerse” son, entre otros, sinónimos que se aproximan y encajan con legitimidad real y académica en la exposición de situaciones, hechos históricos, declaraciones judiciales, informes, informaciones y noticias, sin opción a desmentidos o rectificaciones.

Un país tan corrupto como el nuestro, que encabeza el grupo internacional de los empadronados en tan oneroso y putrefacto listado, reclama una revisión y reflexión profundas, acerca de las causas, principios y valores y circunstancias que viven los habitantes del mismo, con mención rubicunda y particularizada a los líderes y autoridades que rigen sus instituciones, organismos, educación, instrucción y enseñanza.

En coincidencia infeliz con la catalogación fútil y liviana de ser considerada y enaltecida España como parte estimable –principal- de la “Iglesia católica, apostólica y romana”, en el planteamiento y proceso de la revisión los valores evangélicos y sus exigencias más elementales, no faltarán en la cita , sino que la inspirarán y regularán, hasta sus últimas consecuencias. Por supuesto, que una de las conclusiones más próximas y deslumbrantes, y precisamente por eso, más desconcertantes, es la de que la actual visión y vivencia de la Iglesia que caracteriza y define a la española, ni es, ni puede ser, la testificada por los evangelios, por mucho que jerárquicamente así se manifieste y predique.

La jerarquía, en general, no aprendió jamás a entonar y vivir el “mea culpa” del reconocimiento de sus pecados y limitaciones humanas, con el consiguiente arrepentimiento y cambio. Se consideraban impecables, con la única, o fundamental, misión y ministerio de condenar a los demás, y no a sí mismos, impidiendo que cualquier otro –sacerdote o laico, tuviera tal “osadía o atrevimiento”. La penúltima – y la última palabra divina, y a veces, también humana, habría de ser y estar sempiternamente “mitrada” y sin la más remota opción a pensar que el estilo, procedimientos y la misma enseñanza impartida y patrocinada aún por la propia Conferencia Episcopal, eran siempre las más adecuadas y correctas para las circunstancias concretas de lugar y de tiempo.

Canonizar y apostar siempre, y desde los más altos escaños episcopales y arzobispales, por las virtudes llamadas “tradicionales” de la familia, comportamientos políticos, sociales y empresariales, no podría resultar ni ejemplar ni correcto, por muy “rentable” que pudiera serle a la institución eclesiástica, cuya misión no es otra que la predicación y práctica de la enseñanza vivida por Cristo en los evangelios. Los novenarios, los quinarios, las procesiones -aunque sean las llamadas de “flagelantes”-, no pocos actos de culto, las bendiciones y las manifestaciones masivas, por muy bien “presididas” que sean, ni fueron, ni son, ni serán instrumentos y procedimientos validamente pastorales, renovadores de la auténtica faz de la Iglesia.

“España, país de misión” no es exagerada visión de la actual realidad cristiana. Es –deberá ser- punto de partida de reconversión penitencial y de vida nueva que, en tan gloriosa y responsable porción de humanidad, humildad y veracidad demanda y presupone la fe, y pretende encarnar el Papa Francisco..

Parte de la esperanza y del remedio redentor, que todavía existe, se asienta en diversos párrafos del universal “catecismo”- novela de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, en los que Miguel de Cervantes hace expresarse al bendito escudero Sancho Panza, de esta manera: “Yo entré desnudo en el gobierno y salgo desnudo dél; y así podré decir con segura conciencia, que no es poco: desnudo nací y denudo me hallo: ni pierdo ni gano”. “Yo, señor duque, jamás he sido ladrón, ni lo pienso ser en toda mi vida, como Dios no me deje de su mano”. “¡Venturoso aquél a quien el cielo dé un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que a él mismo¡”

En la “carta a su amo y señor el caballero don Quixote”, el mismo Sancho reconoció con honradez sana y campechana: “hasta agora, no he tocado derecho ni llevado cohecho y no puedo pensar en qué va esto, porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado, o les han prestado, los del pueblo muchos dineros, y que esta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos, no solamente en este…”

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