Ni Quito Ni Pongo Rey

In itinere: Antonio Aradillas
24 mar 2013 - 09:43

Los tiempos que nos han correspondido vivir son poco menos que apocalípticos. Lo mismo fuera que dentro de España. Pero no es que antes no fueran similares, y aún los superaran, sino que ahora, gracias sobre todo a las benditas posibilidades democráticas, “correr un tupido velo”, cerrar los ojos, disfrazar y ocultar, pasaron, o están a punto de pasar, a mejor vida, con el falaz convencimiento además de que “así se vive mejor”,y de que todo o casi todo es asumible, con tal de “no causar escándalo alguno”.

Así las cosas, los escándalos tomaron, y toman asiento, e inspiran instituciones que se consideran “sagradas”, aún en los regímenes democráticos, y pocas de ellas, y de sus responsables, escapan a las desautorizaciones dictadas por el pueblo, juez soberano y supremo. La justicia, la Iglesia, la política, la banca, la universidad, administraciones estatales, autonómicas y municipales…acaparan día a día los titulares de los medios de comunicación, con veracidad, afrontando las posibles consecuencias penales, y la mayoría de las veces, guardándose en la recámara de las respectivas secciones, otras informaciones, cuya publicación completaría las anteriores, con mayor precisión, y sin ninguna alevosía, en relación con los nombres, apellidos y otras circunstancias.

En el caso concreto al que aquí y ahora me refiero, es la institución monárquica, que hasta el presente resultaba impoluta, intangible, y dechado y ejemplo de vida y comportamiento. Por supuesto que la perspectiva desde la cual decido emitir mis juicios, no tiene absolutamente nada que ver con política o políticas de ninguna clase. Es mi oficio y ministerio, y basta.

La monarquía, antes aureolada con lemas tales como “por la gracia de Dios” -lo que la deshonra en mayor proporción-, carece en gran parte de autoridad, para hacerse presente y ejercer como referencia fiable de ejemplaridad. La lejanía y la inviolabilidad “sagrada” hace milagros al revés, y a los videntes los torna invidentes, tal vez por aquello de que “ver, oír y callar” es principio de sabiduría, al menos para andar por casa. La monarquía, con sus protagonistas principales, y sus familiares y amigos, no se conforman con llenar y rellenar las páginas de los “colorines” con absurdos, excesivos, desproporcionados y pueblerinos signos de riquezas y de relaciones sociales. Pletóricos de estos títulos, lindezas y otros primores, acaparan también, y con generosidad más o menos forzada, las secciones de sucesos, económicos, o no económicos, dependiendo de las circunstancias de lugar y de tiempo.

A los reyes les exige el pueblo estilos y comportamientos de vida, que no ofendan a los demás, ni a sí mismos, ni a la institución que representan y en cuya perdurabilidad “mayestática” nos empeñamos un día. A quienes a lo que más podríamos aspirar es a ser súbditos, pero responsables y conscientes, y no a reverenciarlos con signos feudales pretéritos y hoy ofensivos para la dignidad humana, nos denigra comprobar la aportación de argumentos como los de que “también los reyes tienen vida personal, íntima y reservada”, en unos tiempos como los actuales en los que los medios técnicos al uso desvisten y desnudan a todas las personas, - incluidos los reyes-, con ínclita y “regocijante” satisfacción colectiva.

Entre otras lamentaciones, subrayo que a “Su Católica Majestad”, la jerarquía, también “católica”, no se haya atrevido ya a predicar su desautorización de modo parecido a como lo hace con otros y en otras ocasiones. El pueblo-pueblo, también mayoritariamente pueblo de Dios en España, está a la espera de que los máximos responsables que de despreciable manera encarnen la realeza, sufran la vergüenza de la descalificación, y además, “en el nombre de Dios”. Los malos ejemplos colectivos, y con resonancias “divinales”, son merecedores de ellos.

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