Ni Quito Ni Pongo Rey

Los tiempos que nos han correspondido vivir son poco menos que apocalípticos. Lo mismo fuera que dentro de España. Pero no es que antes no fueran similares, y aún los superaran, sino que ahora, gracias sobre todo a las benditas posibilidades democráticas, “correr un tupido velo”, cerrar los ojos, disfrazar y ocultar, pasaron, o están a punto de pasar, a mejor vida, con el falaz convencimiento además de que “así se vive mejor”,y de que todo o casi todo es asumible, con tal de “no causar escándalo alguno”.

Así las cosas, los escándalos tomaron, y toman asiento, e inspiran instituciones que se consideran “sagradas”, aún en los regímenes democráticos, y pocas de ellas, y de sus responsables, escapan a las desautorizaciones dictadas por el pueblo, juez soberano y supremo. La justicia, la Iglesia, la política, la banca, la universidad, administraciones estatales, autonómicas y municipales…acaparan día a día los titulares de los medios de comunicación, con veracidad, afrontando las posibles consecuencias penales, y la mayoría de las veces, guardándose en la recámara de las respectivas secciones, otras informaciones, cuya publicación completaría las anteriores, con mayor precisión, y sin ninguna alevosía, en relación con los nombres, apellidos y otras circunstancias.

En el caso concreto al que aquí y ahora me refiero, es la institución monárquica, que hasta el presente resultaba impoluta, intangible, y dechado y ejemplo de vida y comportamiento. Por supuesto que la perspectiva desde la cual decido emitir mis juicios, no tiene absolutamente nada que ver con política o políticas de ninguna clase. Es mi oficio y ministerio, y basta.

La monarquía, antes aureolada con lemas tales como “por la gracia de Dios” -lo que la deshonra en mayor proporción-, carece en gran parte de autoridad, para hacerse presente y ejercer como referencia fiable de ejemplaridad. La lejanía y la inviolabilidad “sagrada” hace milagros al revés, y a los videntes los torna invidentes, tal vez por aquello de que “ver, oír y callar” es principio de sabiduría, al menos para andar por casa. La monarquía, con sus protagonistas principales, y sus familiares y amigos, no se conforman con llenar y rellenar las páginas de los “colorines” con absurdos, excesivos, desproporcionados y pueblerinos signos de riquezas y de relaciones sociales. Pletóricos de estos títulos, lindezas y otros primores, acaparan también, y con generosidad más o menos forzada, las secciones de sucesos, económicos, o no económicos, dependiendo de las circunstancias de lugar y de tiempo.

A los reyes les exige el pueblo estilos y comportamientos de vida, que no ofendan a los demás, ni a sí mismos, ni a la institución que representan y en cuya perdurabilidad “mayestática” nos empeñamos un día. A quienes a lo que más podríamos aspirar es a ser súbditos, pero responsables y conscientes, y no a reverenciarlos con signos feudales pretéritos y hoy ofensivos para la dignidad humana, nos denigra comprobar la aportación de argumentos como los de que “también los reyes tienen vida personal, íntima y reservada”, en unos tiempos como los actuales en los que los medios técnicos al uso desvisten y desnudan a todas las personas, - incluidos los reyes-, con ínclita y “regocijante” satisfacción colectiva.

Entre otras lamentaciones, subrayo que a “Su Católica Majestad”, la jerarquía, también “católica”, no se haya atrevido ya a predicar su desautorización de modo parecido a como lo hace con otros y en otras ocasiones. El pueblo-pueblo, también mayoritariamente pueblo de Dios en España, está a la espera de que los máximos responsables que de despreciable manera encarnen la realeza, sufran la vergüenza de la descalificación, y además, “en el nombre de Dios”. Los malos ejemplos colectivos, y con resonancias “divinales”, son merecedores de ellos.
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